Quiero dejar claro, en
primer lugar, que no soy negacionista porque objetar casi cien mil muertos —además
de cerrar los ojos y sucumbir al absurdo— supondría un escarnio inmoral, obsceno,
a múltiples deudos. No obstante, con la misma firmeza reclamo mi derecho a cuestionar
lo políticamente correcto, a sortear trayectorias que se proclaman innovadoras
(y suelen amparar intereses económicos, aun políticos), para exponer mis ideas sin
cortapisas ni imposiciones. Conjetura significa conocimiento no acreditado que
se edifica sobre indicios más o menos consistentes. A veces, resulta complicado
deslindar supuesto y realidad porque lo inmaterial acepta múltiples facetas y
asientos que permanecen o esfuman sin remitirse a norma alguna. Salvo escasas precisiones
irreprochables, lapidarias, existen verdades (conjeturas) científicas poco duraderas y jurídicas sobre incuestionadas.
Las que realizamos, consciente o inconscientemente, los ciudadanos de a pie
pueden calificarse de expansiones virtuosas, ingenuas.
Decía Calderón que la
vida es sueño. Ninguna discrepancia cuando nos refiramos a individuos contenidos
o candorosos, pues el resto vive cautivo, penando continuamente la conjetura cual
Sísifo en su metafórico, perseverante y perpetuo esfuerzo de subir la roca al
monte. Igual que Sísifo, el género humano persiste buscando esa verdad transformada
—de forma intrínseca y ya casi vencido el trance racional— en otra conjetura.
Se inicia así un bucle imperecedero, probable culminación del castigo
ontológico debido a nuestra codicia por conocer lo ininteligible: el ser y la
vida misma. Toda ciencia puede considerarse un eterno retorno al inicio, aunque
algunos apuntes sirvan a estructuras ulteriores sin que lleguen a formar por sí
mismos esencia científica.
Popper, a estos efectos,
concluía: “La ciencia no puede poseer la verdad absoluta y sus enunciados no
son verificables ni probables, sino falsables”. En otras palabras, de la
ciencia solo puede probarse su falsedad; por tanto, es pura conjetura, un
conocimiento sin avalar. Creo que nadie, hasta la fecha, ha desmentido tal idea
con argumentos concluyentes. Semejante certidumbre eclipsa ciertas “verdades
reveladas” relativas a los actuales debates originados por la pandemia vírica sobre
dimensión, perfiles y enfoques. Pueden concebirse con el empuje, no exento de humildad,
que la gravedad requiere. Sin embargo, el marco en que se asienta toda
exigencia viene acompañado de un oscurantismo despectivo más que irregular.
Parece evidente que la fórmula esquiva acallar alguna voz discorde, probablemente
para juzgarla prototípica cabeza de turco.
Cualquier democracia depurada,
decente, protege la libertad de opinión y expresión sin respaldos ni agresiones
dirigentes, mediáticos o sociales inducidos. Hacer una causa general,
inquisitoria, de cualquier sentir —incluso desordenado o extemporáneo a priori—
constituye un precedente grave, de consecuencias insospechadas, por excesivo esmero
o celo posterior. Justificar resoluciones y movimientos, hacer leña del supuesto
árbol caído, conforma un escenario conflictivo, sin limitaciones nítidas. Hoy
se persigue a quien atenta hipotéticamente contra la salud grupal, mañana
quizás estorbe el drogodependiente que acosa la seguridad y bienestar
ciudadano. Agotarán tal lista con los jubilados, un estorbo social y económico
de primera línea. La “cata”, esa incisión que hacen los inexpertos al melón
para ver si está maduro, impulsa su deterioro, putrefacción e inhabilita el
consumo. Lo sé por fatal experiencia en mis años mozos. Así de claro.
Hago verdaderos esfuerzos
y no hallo motivos para impulsar la agitación del gallinero hasta extremos
insospechados. Reconozco el eco que suscita la señora Abril, pero ni su mensaje,
ni su poder, tienen enjundia suficiente para producir un alarmismo furibundo. He
diseccionado con rigor las palabras de doña Victoria y, fuera de alguna
indiscreción de dudosa certidumbre, podría suscribirlas yo mismo (incluyendo rúbrica)
básicamente en relación a las vacunas, reseñas y precipitación. Me produce
perplejidad, y ya es difícil, cómo el personal comulga con ruedas de molino que
ponen a su alcance responsables políticos y medios sin conciencia. O pensamos
un poco o estos aventureros nos llevarán definitivamente al páramo sanitario y
económico, como mínimo. Presuntos expertos (asiduos a lo políticamente correcto
y desde las primeras castañas) negaron los efectos del coronavirus —sin “levantar”
tanta polémica— por oscuros impulsos. Tomar medidas a destiempo, según indica algún
informe, generó decenas de miles de muertos.
Sé, desde años, que este es
el país del púlpito y de la proclama, pero dentro de un orden. Quien esté
adscrito al “sanedrín” puede decir verdades monstruosas, tóxicas, dañinas, sin
que el sismógrafo nacional anote oscilación alguna. Si acaso fuera intruso,
su sacudida excedería la escala Richter. El asunto Victoria Abril es prueba
contundente. Medios, sanitarios de alto nivel, ciudadanos voluntariosos e
irreflexivos y artistas del cazo con dilatado repertorio, se arrojaron sobre
ella ávidos, inmisericordes, ayunos de contrición. Renovaron su sentencia: “Lo
que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta”. Me ha causado desconcierto asimismo
que el ejecutivo quedara mudo. Como decía la Bombi, ¿por qué será? Creo mucho
más peligroso, debido al escaso crédito, excesivo poder y graves secuelas,
palabras —cuando no hechos— de gobernantes ligeros de labia y torpe cautela. Ejemplo
bochornoso son las frases de Irene Montero cuando cuestiona la utilidad monárquica
mientras abre un horizonte republicano por haberse vacunado las infantas. Oportuno,
ahorrativo, sería inquirir antes su conveniencia y provecho como ministra.
Súbitamente, quizás
esperando la ocasión como el Chicho (bromista amigo de mi padre), ha aparecido
un vocablo que rompe moldes semánticos: negacionismo. Se usa para indicar
cierta actitud peyorativa, cuando solo esboza alternancia contraria. El
negacionista es “afirmacionista” de lo contrario en un plano individual. Tener
seguidores o no escapa a la voluntad de quien afirma o niega haciendo uso de su
libertad de expresión sujeta a las leyes en vigor. Al igual que facha o
fascista, negacionista constituye la
forma de exclusión —y campo de exterminio político-social— para quienes se
atreven a rechazar el pensamiento único, hegemónico; hoy, referido a la
pandemia. Son fácilmente reconocibles porque (al contrario) suelen tener poder,
se autodefinen demócratas a machamartillo y se dicen luchadores por la libertad
de expresión. Sí, la suya.
Tal vez estemos en un
escenario donde se nieguen demasiados bienes esenciales; no a nivel conceptual
e íntimo sino grupal y gubernativo. La ciudadanía, presa de pavorosa indolencia,
niega —sorda, ciega, domesticada— cualquier atropello, desliz u oprobio que
proceda del ejecutivo. Este, que niega todo sumido en la arbitrariedad y el
caos, me recuerda la anécdota del ciego (Podemos) y el lazarillo (PSOE) con aquel
diálogo: — ¡Lázaro, me estás engañando! —¿Por qué, señor?— Porque habíamos
pactado comer las uvas de dos en dos; yo las tomo de tres en tres y tú callas—.
Ignoro, a estas alturas, si el curioso diálogo invade la narración pícara o forma
parte de la picaresca hecha gobierno.
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