Quizás extrañe el
epígrafe e incluso no se comprenda por una gran mayoría de amables lectores. Me
explicaré. Dicho sustantivo supone uno de tantos localismos que utilizamos en
esta piel de toro individualista y divergente. El mencionado corresponde a La
Manchuela, una subcomarca albaceteño-conquense de La Mancha. Significa vuelta o
paseo intrascendente para ver qué se “cuece” en lugar y momento precisos. También
puede referirse a coyuntura desagradable o poco afortunada. “No me gusta el
pampaneo” refleja el sentimiento desaprobatorio hacia un escenario determinado,
a la vez que engloba una temática sumamente imprecisa. Pudiera concebirse como
palabra o giro modelo, arquetípico, que incluye múltiples situaciones.
El lenguaje tiene dos
aspectos cuya elección transfiere ejecutorias incluso opuestas. Uno de ellos,
sincrónico, le permite adoptar cierta actitud estática, del momento, sin
importar ninguna mudanza. Trata de analizar la complejidad lingüística ahora,
desechando pasado e historia. Lo curioso es que “ahora” incluye siglos de
inmovilismo, de fijación, de aislamiento. He ahí el porqué estos localismos
solo asientan su significado en las áreas correspondientes. Desde un punto de
vista diacrónico se consigue lenguaje asentado en viejas raíces que le dan prestigio.
No obstante, como algo vivo, se ajusta a la vorágine vital y termina siendo
también incomprensible para gente de edad avanzada cuya fisiología generalmente
excluye acompasar mente y crono. Es el caso de innumerables extranjerismos y
tecnicismos trascritos y permitidos por la RAE. Otra irritante muestra de distancia
generacional.
Mi objetivo es hacer un
recorrido, en este caso trascendente, sacando a la luz pública desaciertos —no
me dolerían prendas citar algo juicioso, si lo hallo— del gobierno u oposición transfigurados
en amasijo agrio, desagradable. Sin embargo, es obligado glosar primero un repaso
(pampaneo) magistral: la entradilla que, tras el verano, en su inicio del nuevo
curso televisivo, dedicó Ana Rosa al gobierno donde, con meridiana claridad, le
contó las verdades del barquero. Siempre, cuando se pretende hacer análisis
riguroso, debemos acudir a la génesis del hecho. Si empezamos por el ascenso de
Sánchez al poder, señalaremos un proceso jurídico dudoso para, acto seguido, armar
una moción de censura nada constructiva, legal pero indecente, contra Rajoy para
quitarle la presidencia. Afirmo que lo merecía, pero de forma menos desleal, cochambrosa
y exquisitamente democrática.
Pronto se desgajó aquel
grupo creado sin ningún rudimento afín. Nueve meses después, periodo de
alumbramiento humano, se apagaron afectos y liturgias. ERC se negó a aprobar
los presupuestos que alguien había perfilado para que Sánchez —colosal aprendiz
de histrión por aquella fecha, pero experto e implacable falsario— presentara
al Congreso. Tuvo que adelantar las elecciones generales a la fuerza, contra su
compromiso de moción. Los resultados del 28-A fueron calamitosos para todas las
siglas y España abandonó el bipartidismo iniciando el camino del caos italiano.
Más tarde, cuando Sánchez e Iglesias habían mostrado un rostro insaciable,
desencajado por la ambición, tuvo que convocar elecciones de nuevo para el
10-N. PSOE y Unidas Podemos encallaron víctimas de sus propios tejemanejes.
Consecuencia inmediata fue convertir derrotas sin paliativos en fingido abrazo
de sostén, de forzosa y recíproca subsistencia.
Ganada la investidura con
aquella vieja tropa de censura —y que constituye un censo añadido a canon
irredimible, al parecer— presidente y vice dan rienda suelta al desenfreno, al
despilfarro. Jactancia, alarde e imagen se conjugan para instaurar un estilo político
con auténtico marchamo totalitario. Solo líderes permeables a la extrema
izquierda hacen tanta ostentación de prosperidad. En actual latiguillo, este
par de vividores no exteriorizan opulencia, no; lo siguiente. Sánchez, con numerosos
servidores (acaso lacayos), vuela de palacio en palacio, de Falcon a Super Puma
(o viceversa), con la misma desenvoltura que el desdichado va de oca a oca; mientras,
uno dentrambos viene atesorando demasiada miseria moral. Iglesias rebasa la
casta clásica superando al menos un palmo aquella “marca” que los tratantes de
bestias —en sentido literal— tanteaban para indicar fortaleza (que no
templanza) o raquitismo de la mismas.
Esta oposición, el quimérico
pero oportuno “trifachito”, anda desorientada y, peor aún, roma, sin aspecto ni
ardor incisivo. PP y Ciudadanos cubren su mano con guantes de terciopelo
resultando sus bofetadas auténticos pellizcos de monja. Sospecho que —hasta sus
propios simpatizantes, secunden o no las siglas a la hora de votar— deben juzgarse
un poco ridículos al advertir tanta desfachatez sin respuesta ajustada. Deciden
verse fieles oferentes de la otra mejilla. Vox rompe atronador dicho espíritu
sacrificial del ara parlamentaria. De momento, es voz (con poco eco, hoy por
hoy) que clama en desierto inhóspito. PP realiza intervenciones parlamentarias que
no incorporan ni impulsiva, ni eficaz, defensa de los intereses ciudadanos,
aunque fueran considerados, política y formalmente, incorrectos. Así potencian hastíos,
huidas, abandonos. Ciudadanos en actitud suicida se acerca al fuego, aun sin
censura en Madrid, y saldrá chamuscado.
La acción política —ayer loable—
constituye al presente una competición de sandeces. El ejemplo sereno, casi estoico,
lo protagonizó Iglesias (no hay jarana sin la tía Juana) cuando dirigiéndose al
PP les dijo cual asceta: “ustedes se extreman al acercarse a Vox”. Hay que ir
de sobrado para evacuar semejante chaladura, pero no me extraña porque
coleccionando tal sarta de excesos vive el gachó como un potentado. En la
postrera sesión de control al gobierno —auténtico bochorno— el diputado cuyo
nombre y primer apellido conforman una exótica paradoja, Gabriel Rufián (arcángel
y perverso), ha manifestado dirigiéndose a Sánchez: “Espérenos, no tenga prisa”.
Enseguida me vino a la mente esta reflexión: “Ningún tahúr (salvo que sea altivo,
majadero) enseña sus cartas antes de terminar la jugada.
Terminado el somero
repaso —ronda ligera por el espinoso espacio de las siglas más destacadas,
asimismo cómplices— de una España que necesita con urgencia cuidados
intensivos, quedarían por citar otras mínimas, aunque dañinas. ¿Qué decir del
independentismo catalán? ¿Y del nacionalismo vasco, tanto de derechas cuanto de
izquierdas, siempre mendicante, insolidario? ¿Cómo hemos llegado a cebar,
políticamente hablando, siglas con representación reducida? ¿Qué exigente
tosquedad exhiben quienes cuentan con uno o dos diputados? No cabe duda, nos toca
lidiar con la tormenta perfecta. Esta coyuntura horrorosa, espeluznante (y todavía
falta por llegar lo peor), me instiga a decir con total convicción: “no me
gusta el pampaneo”.
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