Según la filosofía aristotélica, un ser puede presentarse en
acto y en potencia. Desde ese punto de vista, cuando hablamos de tumbar
gobiernos nos referimos tanto a un estadio de los mismos como al otro. Ciñéndonos
a cualquiera de ellos, llevamos una racha que no me atrevo a adjetivar
adecuadamente. Cuatro años atrás, se tramitó un gobierno en potencia con tanta
dificultad que para no tumbarlo hubo que abatir al secretario general del PSOE,
señor Sánchez. Poco después, redivivo este e impregnado de la argamasa que
Iglesias esparció además por independentistas y Bildu, tumbaron el gobierno (ya
acto, activo) de Rajoy. La corrupción, ese falso lema “el partido más corrupto
de Europa” -cuya resolución jurídica culpabiliza a título lucrativo- fue
pantalla providencial incluso para el PNV que dos días antes le había aprobado
los presupuestos. Traición, debilidad frente al independentismo del nuevo gabinete
y codicia desaforada, fueron las razones reales que tumbaron a Rajoy; por otro lado,
desarmado, inepto y pusilánime.
Pedro, ese mendaz que el mentís oficial y domesticado transfigura
en mandatario impoluto, ligó su palabra -vano empeño- a convocar elecciones de
forma inmediata. Hostigado por alguna deserción cuando pretendía aprobar unos
presupuestos sui géneris, tuvo que resignarse y adelantar elecciones contra su
voluntad. La posterior investidura, gobierno en potencia, dejó al descubierto
duros enfrentamientos entre voracidad y ambición. Sánchez, germen voraz del
nuevo ejecutivo, se tumbó a sí mismo. Cierto que nacionalistas vascos y
catalanes le aflojaron la cincha, pero él mismo (des)amparado por oráculos
aciagos se pegó el tortazo. Resulta curioso, tal vez no tanto, que sociólogos
de cabecera, Tezanos verbigracia, le hayan empujado (hipérbole tras hipérbole
en los sondeos) a estas elecciones que terminen por hacer real aquel viejo augurio
de Iglesias: “Si usted rechaza el gobierno de coalición, no será presidente
nunca”. ¿Maldad o refinada y definitiva lapidación a manos de la vieja guardia
ante el contexto que se avecina? Yo me aventuraría por lo segundo.
Hace pocos días, leí que el PNV ha investido y tumbado
gobiernos con apenas cuatrocientos mil votos cosa que no han logrado Albert
Rivera o Pablo Iglesias con cuatro millones. Cierto, pero ese arbitraje
vigoroso no le vino por propia sustancia o atributos consignados a la Historia
ni al denuedo contemporáneo. PSOE y PP, al alimón, junto a una Ley Electoral
que jamás quisieron enmendar, han acarreado la situación ominosa, turbadora, en
que nos encontramos y cuya escapatoria se advierte enrevesada. Ahora no preocupa
el instrumento, aquella tiranía política que los nacionalismos practicaron a lo
largo de tres décadas y que el pluripartidismo, sumado a la evolución
independentista, impopular, censurada en el resto del país, ha terminado por
relegar al ostracismo definitivamente. Hoy produce insomnio, desasosiego, la
quiebra institucional y social a que se ha llegado a causa de enfermiza transigencia,
si no dejación de funciones.
El marco político español viene sufriendo una transformación
sustantiva, más allá de las reservas europeas. Ahora mismo encontramos seis
partidos con cobertura nacional y que, antes o después por interés propio, praxis
y exigencia ciudadana, aplicarán un tres por ciento, a nivel nacional, para obtener
representación parlamentaria. Mientras, al Senado se entrará con el mismo
porcentaje, pero autonómico. Dicha solución, ficticia con el bipartidismo y
nacionalistas moderados, aunque pedigüeños e insaciables, se ve ahora urgente,
imprescindible. Verdad es que el radicalismo independentista, aireado abundantemente
por televisión, suscita tal reacción en el resto que cualquier atisbo de
aparejamiento con él de un determinado partido, afectaría de forma severa a sus
rentas electorales y futuras. Esta terca conclusión hace irrelevante -cara al
pacto- a toda sigla independentista, catalana o vasca. Asimismo, este escenario
evidencia la quimera de formar un gobierno consistente, duradero, recurriendo a
los actuales mimbres.
La última semana de sondeos publicados, indica que solo un acuerdo
o coalición inverosímil PSOE-PP consigue mayoría absoluta para formar gobierno.
Queda confiar en el bloque de las tres derechas como solución menos enojosa. Caso
contrario, el PSOE (presunto ganador) tendrá imposible confeccionar un gobierno
que cuente con la venia de los españoles, por el tema autonómico, y de Europa,
por la cuestión económica a propósito de esa cercana crisis galopante. Sánchez
no quiere formar gobierno con Unidas Podemos y no debe intentarlo, salvo arrebato
letal, con el independentismo obvio (JxCat, CUP y ERC), PNV -corifeo de Bildu e
independentista a días alternos- y Bildu. La sociedad está harta de que durante
siglos Cataluña y el País Vasco haya gozado de concesiones económicas, aun políticas,
para conseguir un nivel de vida muy superior al desaliño castellano, extremeño,
andaluz, etcétera, etcétera, a la vez que desempeñan (desempeñaban, porque así se
dispuso de rebote, sibilinamente, en la Constitución) un papel preponderante en
el gobierno de España.
El debate a cinco ocasionó grandes expectativas que los
intervinientes se encargaron de frustrar al momento. A Casado, sin estar
catastrófico, le faltó riqueza expositiva y concreción. Sánchez resultó un falaz
papagayo lector y cabizbajo, claro. Abascal estuvo contundente y sincero, pero -en
desigual pleito- lucha contra las etiquetas. Iglesias estuvo petitorio
incansable, casi suplicante (a mí me causó pena pese a la divergencia). Rivera quiso
emerger adoquín y terminar enrollado al estilo Koji Suzuki, autor japonés que
escribió una novela en un rollo de papel higiénico. Pudiera parecer milagro alguna
enmienda demoscópica atribuible a aquellas tres horas sin apenas chicha,
restadas al ocio o al sueño. Acaso se salvara la paciencia jobniana del
martirizado espectador. Las damas, anoche, tampoco resultaron resolutivas.
Vislumbro, aunque a priori sería lógico juzgarlo de absurdo,
nuevas elecciones en breve. Depende del resultado dominguero y vespertino. Si PP,
Ciudadanos y Vox consiguieran la mitad de diputados más uno, enseguida
formarían un gobierno sólido con matices. Otro resultado llevaría
irremediablemente a nueva convocatoria electoral en semanas o al desahucio político
del PSOE, la izquierda en general, como ocurre en países de nuestro entorno y tenor.
Queda como solución permanente cambiar la Ley Electoral tras un amplio acuerdo
de las siglas mayoritarias. Esto o el quebranto nacional a cuyo logro se
empeñan antisistemas e independentistas, cuanto menos.
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