Hermenéutica es un método particular de interpretación. En
Grecia clásica no se daba un paso político-social importante sin consultar los
oráculos, auténticos hermeneutas del acontecer previsible. Sin embargo, Mario
Bunge (filósofo argentino) mantiene que la hermenéutica constituye un obstáculo
a la investigación de las verdades acerca de la sociedad. Sea como fuere,
parece incontrovertible que el poder democrático -si es que existe- suele
justificar su arbitrariedad escudándose en inéditas interpretaciones de la
voluntad ciudadana.
Cierto es que las complejidades sociales en su devenir, esa
aparente vocación política de satisfacer cualquier necesidad perentoria -o no
tanto- del individuo, hace casi mágica, si no totalmente mágica, la acción
gubernamental. Mis amables lectores deben deducir el sentido peyorativo, despreciable,
del vocablo mágico. Abandono por principio, y desde temprana edad, cualquier
sentimiento noble, solidario, que alimente el corazón o intelecto de quien protagonice
el turbio papel de político. Es evidente, y así ha de concebirse, que dicha
concepción exonera a aquellos escogidos, escasos, cuyo sacrificio por su pueblo
(gratis et amore) pasa inadvertido. Los hay, y yo conozco algunos.
Hoy, los ciudadanos se han convertido en oráculos virtuales
cuya función pervive exclusivamente en el acto de la interpretación. Es decir,
la sustancia deshecha el compendio, su encarnadura, para rendirse sin
condiciones a inferencias sui géneris procedentes de un exterior no solo
profano sino ponzoñoso. Ese exterior felón, arbitrario, corruptor, lo alberga
-en estricto sentido- la caterva de políticos que acomodan al mismo compás
lecturas ciudadanas e intereses. No obstante, unos por defecto y otros por
exceso, ninguno sabe centrar sus acotaciones con la pureza exigida por temática
tan compleja, asimismo tan artificiosa.
Rajoy, un personaje presuntamente capaz, malinterpretó las
profundas raíces (también veleidosas) que le llevaron a obtener once millones
de votos. Un oráculo asfixiado, enclenque, le señalaba el camino que no supo o
no quiso ver. Cualquier individuo, atento al devenir del grotesco gobierno
Zapatero, pudo advertir que el pueblo español veía en Rajoy su última
oportunidad. Pero, jactancioso -tal vez lerdo, sometido a aquella sobredosis-
dilapidó pronto el magnífico capital político por incapacidad lectora o, tal
vez, por complejo putativo, por faltarle confianza en que aquello era
merecimiento suyo y no menoscabo del señor Rodríguez. Triste destino de quien
apela al método antilampedusiano (dejar que se consuma, que se corrompa, lo
inmediato) para obtener similares recompensas.
Pese a lo dicho, hoy se ha llegado al sumo grado de
atrevimiento, de petulancia. Cualquier don nadie se convierte en experto perito
de la voluntad popular, desatinado las más de veces. Santones de la política -esos
que ascienden a jefaturas y asesorías asistidos, reforzados, por vehemencias no
siempre naturales- inducen a poner en boca de auténticos saltimbanquis tantas
necedades que sobrecogen y esclarecen las limitaciones con que se adornan
nuestros “bienhadados” próceres. Constituyen genuinas legiones de indoctos e
incompetentes adscritos por el azar y la aprobación estúpida, onerosa, de
ciudadanos incalificables. Temo que estas incurias, como la novela picaresca,
tengan un hábitat concreto, acreditado.
Después de dos derrotas electorales y una victoria pírrica,
que los clarines mediáticos pretenden traducir como victoria sin precedentes,
Sánchez intenta elevarse por encima de la altura política que le corresponde
según sus aptitudes. Él, junto a sus aguerridos ministros y adláteres más
representativos, siembran el espacio informativo con la especie de que el
pueblo se ha manifestado en abril y mayo de forma clara. “No hay alternativa al
PSOE” suelen aventar empachados de indecencia y engaño. “Los ciudadanos quieren
un gobierno progresista que corrija los errores de Rajoy” es otro de los
eslóganes fraudulentos; inverosímil con ese latiguillo de “nuestro primer,
natural, aliado es Podemos”.
Señores, concebir un gobierno “progre” con Podemos es tan
antinatural como que un enano, verbigracia y sin ninguna maldad, quisiera jugar
de pívot en la NBA. Transformar una realidad en apariencia, o viceversa, atenta
contra las reglas lógicas para caer en absurdos notables, advertidos incluso
por los más lerdos. Decir que los españoles quieren un gobierno del PSOE porque
lo arguyeron el 28-A, como mínimo se erige en aventurada lectura. Aseguro -y me
atrevería a hacerlo en nombre de millones de compatriotas- que, si los votantes
hubieran perseguido un gobierno pleno del PSOE, si quisieran que Sánchez
dirigiera el país, le habrían dado mayoría absoluta y no ciento veintitrés
diputados insuficientes incluso para obtener mayorías con otra única sigla.
España puede presumir de malísimos, a la par que
desorientados, hermeneutas. Pablo Iglesias le trapicheó a Sánchez una
presidencia a cambio de compromisos vagos, antojadizos, y seis guardias
civiles. Luego, cuando el disfrute del poder lo vuelve insensible a los
humanos, concluye que Iglesias es un peligro serio para seguir habitando la
Moncloa. Su error consiste en hacer públicas sus más íntimas lucubraciones.
Continúa errando el día que ofrece a Podemos, diluido ya Pablo, una
vicepresidencia y tres ministerios. Entonces surge con sorpresa -otro desliz
insólito- la recusación de Podemos a dicha propuesta generosa puesto que, entre
ambos, no era posible conseguir mayoría.
PP y Ciudadanos equivocan su trayectoria a fin de legitimar
una oposición que ahora mismo no es prioritaria. Los hermeneutas monclovitas no
se cansarán de poner a ambos en la diana popular acusándolos falazmente de ser
ellos quienes bloquean un gobierno, al momento, imprescindible. Se impone, pese
a intentos hercúleos, la falsedad de tal culpa, pues Sánchez quiere gobernar,
sin ataduras y sin contraprestaciones, alejado de una mayoría absoluta o
consistente. Creo acertar si aseguro que
los intereses ciudadanos les importan, sin excepción, un bledo. Así, al menos,
parecen constatarlo acciones que no palabras.
Según sugiere el axioma praxeológico, si una persona es
perfectamente feliz no actúa porque ya no desea nada. ¡Qué suerte! Somos un
pueblo feliz.
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