Bien está que, de vez en cuando, dejemos a un lado el
comentario político para ofrecer tiempo a otros desempeños más sugestivos.
Sería conveniente, incluso saludable, acotar la frecuencia del tema político
para dedicar impulsos e inventivas a otros contenidos menos ponzoñosos. Es
sabido que cualquier exceso produce cansancio, hastío, abandono. Asimismo, los
acontecimientos que nos depara la clase dirigente (denominada por alguien,
empachado de cinismo, casta) constatan tercamente una indigencia generalizada.
Si intentáramos discriminar alguna sigla del resto, ensalzando la excepción prodigiosa,
comprobaríamos con plena certidumbre cómo tal apetencia se convierte
inexorablemente en misión imposible.
Me propongo encomiar con precisión, justeza y justicia las
fiestas patronales que se celebran por todos los rincones de esta España
semiabandonada (de este vocablo elijan ustedes, estimados lectores, el sentido
que les atraiga). El verano se ha convertido en gigantesco crisol, nunca mejor
dicho, donde cristalizan dichas fiestas. Mi pueblo de la Manchuela conquense
celebra el uno de agosto la festividad de San Pedro Advíncula. La víspera, con
nocturnidad y alevosía, se realiza esa tradicional presentación de majas y
majos -en realidad quintas y quintos- advirtiendo todo un boato multitudinario,
solemne y distinguido. Al día siguiente
una imagen del santo (tocado con racimo de uva inmaduro, verde-morado, como
corresponde a nuestra vieja tradición iconódula) procesiona junto a vecinos y
banda local.
“Todo cambia” deja de ser una frase empírica para convertirse
en realidad inmutable. Recuerdo mis años infantiles y adolescentes cuando se
celebraban dos festividades principales, liberadoras, inactivas, relajantes:
San Marcos, el veinticinco de abril y San Antonio de Padua, el trece de junio.
Ambas ocupaban tres días de festejos pobres, casi míseros. Algunos matices, uno
todavía vigente, se me grabaron con persistencia: el reparto de caridad (pequeña
torta conformada con anisillos como ingrediente característico, diferenciado) y
zurra (mezcla fresca de vino, gaseosa, azúcar y frutas variadas) en San Marcos.
También aquellos espectáculos libidinosos consumados por bellas animadoras (hoy
gogós) comunes a las dos fiestas. Vicentillo y su local multiusos -bar, pista
de baile e incluso salón- de forma invariable acogía a estas chicas vivarachas,
pícaras, bordando su papel, que ocasionaron ciertos incidentes desatinados,
groseros, donde siempre se juzgó culpable al salido de turno.
Dentro del ahogo definido por aquellos tiempos infelices, irritantes,
lóbregos, las fiestas constituían una escapatoria excelente. Rememoro aquella
vestimenta multicolor, remendada con variopintos retales, que -propia de inacabables
e infecundas jornadas agrarias- se convertía prodigiosamente en otra pulcra, unitaria,
reservada exclusivamente para domingos y fiestas de guardar. Todo el pueblo,
grandes y pequeños, celebraba con armonía ya desaparecida, con entusiasmo,
tales momentos de exaltación social. Escasos feriantes que procedían casi
siempre de Ledaña, pueblo aledaño, montaban en el extrarradio sus viejos
armatostes manuales. Se hace preciso destacar aquellas “voladoras” donde los chicos
más expertos, o menos pusilánimes, hacían girar su asiento trabándolo con el módulo
anterior o posterior. Al momento se llevaban la regañina del individuo que
giraba la manivela para abrir en círculo los asientos de madera sujetos con
cadenas al prominente eje central. Era muy divertido.
Como digo, allá por los años sesenta del pasado siglo, la
miseria acentuada potenció grandes movimientos migratorios hacia zonas que
empezaban a industrializarse. Lugareños rendidos, desanimados, buscaron
hábitats favorables mientras los pueblos iban quedándose vacíos sin remedio.
Madrid, Barcelona, Valencia, junto a otras industriosas ciudades, acogieron las
primeras avanzadas preparándose para recibir las siguientes escalonadas, al
menos, durante varios decenios. Familias enteras se fraccionaron quebrando
afectos, rompiendo el hilo invisible que los cohesionaba y permitía una vida
feliz en aquella España oscura y que, extrañamente, muchos henchidos de años y
experiencia echarán de menos. Porque, si bien se ha ganado bienestar material,
por el camino se han ido abandonando valores esenciales para converger,
aproximar, modos y existencia.
Había que buscar formas de encontrar la argamasa precisa para
juntar lo separado. Los pueblos -su gente reflexiva, innovadora- como núcleos
vivificadores, unionistas, debían dar el primer paso, intentar definitivamente unas
fechas que sirvieran para reunir aquellas familias rotas. He aquí la auténtica
razón por la que, a lo largo y ancho de nuestra geografía patria, se concentran
las fiestas anuales en un agosto veraniego, vacacional, que permite volver a
quienes el azar, tal vez necesidad, obligó a sacrificar sus raíces. Por esto, dicho
mes se consume vertiginoso, con algazara familiar. Todo el país se ve envuelto
en un ir y venir emotivo, casi febril, copando los diferentes días de fiesta.
Solo quien, metropolitano toda la vida, ayuno de cimientos aldeanos, veranea
solitario, consumiendo (entre playa, a lo peor cemento, y sol) jornadas sin
aliciente, compungido el corazón.
En esta feliz coyuntura destacan como protagonistas absolutos
las entidades locales que con esfuerzo y tesón han sabido aunar voluntades e
intereses haciendo de la gratuidad un aldabón eficaz. Esta medida permite no
solo el encuentro masivo de paisanos diseminados por distintas ciudades sino
también la afluencia de amigos y conocidos procedente de poblaciones contiguas.
Sin embargo, hubo una época primigenia, inicial, en que cada uno se costeaba
sobre todo los bailes, probablemente el pasatiempo menos aglutinante bajo esta
circunstancia de saldo personal. Asumiendo un objetivo -algo injusto, pero
solidario- de hermanamiento, las corporaciones asumieron el desembolso total
contribuyendo así a manifestaciones ingentes, que desbordan cualquier activo popular.
Este artículo, además de renegar de los políticos y sus
fechorías, tiene como finalidad mostrar una reminiscencia, un gesto pleno, hacia
esta sociedad átona, acomodaticia, infeliz, con la pesimista ilusión de que
-pese a claros intentos educativos en contra- sea capaz de arrojar las
innumerables cadenas mentales que intentan atarlo a la esclavitud política y
social mermando derechos presuntamente inviolables. “El conocimiento es poder”
reza una sentencia de Bacon. Yo añado, la reflexión sosegada también.
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