Concluida esa parte ritual (donde el ciudadano parece concurrir
como protagonista cuando, en el fondo, solo es un aparejo formal), viene ahora
la conformación del Parlamento y Senado. Ambas Cámaras deberían respirar por ese
pulmón que el pueblo trasplanta, tal vez solo lo aparente y se deje embaucar, a
políticos -ellas y ellos- para asegurarse los objetivos que exige el principio
que fundamenta el Estado de Derecho. Inexiste el Estado Democrático, “cuando no
hay una unidad política que organice jurídicamente la sociedad y que, en cuanto
expresión de la voluntad popular, genere derechos y garantice los que le son
propios al ciudadano”. Bien es verdad que tal rito electoral pudiera
considerarse un lance figurativo, menor; pero ustedes, amables lectores, razonando
el curso de los acontecimientos vertebrales, esos que prefija la Carta Magna, deben
encontrar o no motivos para el desencanto, más allá de los cánticos de sirena
que saturan el espacio nacional.
Convendría, antes de proseguir, conceptuar lo legal y lo
legítimo. Legal significa que está establecido por ley o conforme con ella. Lo
legítimo presenta una consideración compleja y con aspectos cambiantes. Quizás
su mejor expresión sea: “Capacidad de un poder para obtener obediencia sin
necesidad de recurrir a la coacción”. Es básico en las relaciones de poder e
implica consenso con la mayoría. En una democracia, lo legal es esencia,
substancia; lo legítimo, aviene cuando se consensua el poder. La primera es
fácil de advertir o ignorar; el segundo -casi imbricado en la primera- precisa algún
asiento aclaratorio. Por ejemplo, el Estatuto de Autonomía de Cataluña,
aprobado en dos mil seis, es legal, pero (objetivamente y desde mi punto de
vista) ilegítimo pues el Referéndum para su aquiescencia tuvo una abstención superior
al cincuenta por ciento y su asentimiento neto próximo al treinta y seis coma
cinco por ciento; es decir, fue invalidado por mayoría. Su legalidad proviene
de una acción ilegítima, fraudulenta.
Sí, el día veintiuno empezó a levantarse el telón de ese
teatro (con alarmantes perfiles de pertinaz inclinación) en que se ha
convertido el Parlamento español. Necio sería ocultar programa parecido para el
Senado. Ambas Cámaras tienen a su frente políticos del PSC, circunstancia que
por sí misma no debiera levantar ninguna sospecha, ni reproche. No obstante,
méritos anteriores hacen precipitarse algún recelo disuelto entre vapores de escepticismo,
de desconfianzas. Acaso sean los mejores para conducir el curso parlamentario de
una legislatura que presiento movida, si no fugaz. Los primeros movimientos ¿inerciales?
de la señora Batet sobre la suspensión de los diputados presos, ha calentado -casi
fundido- la Mesa del Congreso. Va a remolque porque quiere cocinar una tortilla
sin romper huevos, olvidando la servidumbre de su cargo motu proprio o por
imposición. Desde casi las dos, sé que ha imperado la ley frente al dividendo o
acaso hayan pesado tenebrosas conjeturas.
Tal vez fuera una premonición, pero la Mesa de Edad estaba
formada por un señor del PSOE barbadohiperbólico -sosias de Valle-Inclán- y dos
“jóvenas” de ERC y Podemos, respectivamente. El escenario, hueco de contenido,
de mensaje, lo ocupaban diversos actores huidos, medrosos, porque ahora tocaba representar
la obra por provincias. El vigorizado elenco socialista se encuentra aquietado
por el césar Sánchez. Una ola de servilismo, impregnada de tensa espera, bate
las huestes perplejas del sanchismo. ¿Acabarán sentados con Podemos, perceptible
extrema izquierda, inaugurando una aventura temeraria? En un marco capitalista,
la extrema izquierda conforma el peor acompañamiento posible. Esa gran victoria
que cantaban con exceso de jactancia, les obliga a “bañarse”, no sé si con
regocijo, entre pirañas. Se acabó la “ayuda desinteresada”; llega el momento del
aro. No perdamos de vista alguna otra colaboración lúgubre. Estamos, como
siempre, en manos de minorías disgregadoras y nadie quiere poner remedio.
Casado está recogiendo la semilla infértil que sembró denodadamente
un Rajoy lánguido, enroscado en su apocamiento. Sesenta y seis diputados, supone
el récord, un desastre sin paliativos. Casi con total seguridad, las próximas
elecciones no mejorarán los resultados y hay quien apuesta por verlo cadáver
político. Me gustaría saber qué recambio ocupa esas mentes adivinas. ¿Juan
Manuel Moreno? ¿Núñez Feijoo? ¿Alguien de incógnito? Moreno no tiene entidad y a
Núñez Feijoo lo inhabilita su edad, cincuenta y ocho años, cuando todo el
banquillo exuda juventud (Entre los treinta y ocho de Casado y los cuarenta y
siete de Sánchez). Además, ninguno despliega maneras de líder, de haber logrado
nada por sí mismo. Aquel, sin ganar, consiguió la presidencia de Andalucía por
hastío. Este, aprovecha el terreno que le dejó Fraga, salvando el paréntesis de
Pérez Touriño. Casado, lejos de ser un portento, hoy no tiene rival, pero debiera
contenerse, en ocasiones, mientras ha de tajar sin remilgos, en otras. El PP
necesita ideas nuevas, claras y limpieza, mucha limpieza.
Ciudadanos, hoy por hoy, confunde su papel. Es evidente que
el pueblo español quiere gobiernos de centro izquierda o derecha con el apoyo exigente
de un tercero, cuyo protagonismo le toca hoy al partido naranja. Alejados nacionalismos
y extremismos del poder por voluntad popular, que no por acuerdo para cambiar
la nefasta ley electoral, solo cabe, invocando patriotismo y responsabilidad
política, que Albert Rivera (insisto, hoy) sea la llave del equilibrio, de la
gobernabilidad. Si actúa de forma distinta y deja a Sánchez en manos de Podemos
y nacionalistas regresaremos a épocas terribles. Eso sí, ha de dejar claro a Sánchez
y al PSOE posterior que ya está bien de jueguecitos guerracivilistas. Son
necesarios pactos sobre educación, economía, pensiones, política exterior, etc.
etc. Ahí es donde se necesitan acuerdos y dejar de una vez para siempre
politiquillas de partido, de usar y tirar. Caso contrario, más pronto que tarde,
estaremos abocados a los extremismos. PSOE, PP y Ciudadanos disponen de ocasión
ideal para demostrar que son los partidos que demanda el Estado, su filosofía,
su génesis.
Haciendo una analogía entre vida y política, finalizo con un pensamiento
recogido en el film Amelie: “La vida no es más que un interminable ensayo de
una obra que jamás se va a estrenar”.
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