En mi pueblo, como en
cualquiera donde la franqueza genera formas ásperas, se utiliza profusamente el
morfema despectivo. Si además pretenden poner en su sitio al cínico, la
costumbre inveterada pasa a ser objetivo agrio, descomedido. Alejados de la
venganza, es imposible apreciar un gramo de infamia; sienten, conjeturo, cierto
impulso reparador, justiciero. Hay que conocer a la gente de los pueblos de
forma profunda y concluirá su estudio admitiendo una orfandad absoluta de
maquiavelismo, incluso elemental.
Paradójicamente, y con
sentido compensador, saben aplicar el aumentativo humillante si la ocasión lo
precisa o el sujeto paciente resulta indigesto. Cuando se trata de políticos,
sube la intemperancia a niveles de difícil superación. Ignoro si es debido al
lastre atesorado durante largos periodos o a resultas de actitudes inmediatas.
Lo constatable es el grosor de epítetos con los que orlan a todos; quizás solo
a quienes figuran extraños a la propia cuerda.
Casta es un nombre con pretensiones
y desparpajo atributivos; al menos con esa intención se aplica. Algunos,
inclusive, añaden altas dosis de perfidia subyugados por una demagogia
populista y rentable. No precisan, mis amables lectores, concreción ni recuerdo
de quienes han abusado de ella porque están al cabo de la calle. Ha sido tan
notable el espectáculo esperpéntico que sobra cualquier pista para llegar a los
actores. Al mismo tiempo, se descubre la ruindad de individuos que se jactan de
poseer una ética ejemplar. Semejante reseña suele ocurrir en personas cuya
hipocresía les capacita para mostrarse cual camaleones desatados. Constituye la
parte inmoral propia de gentes con personalidad espinosa si no mínimamente bipolar.
Castuza, desde mi rural punto
de vista, aumenta la cualidad del lexema dándole un matiz repulsivo, sucio.
Personalmente lo aplico a quienes, olvidando mordacidades pretéritas, se
integran con avidez a dicho modo de vida tras aventar machaconamente, tiempo
atrás, pruritos odiosos y odiados. Sube a lo más alto del cajón el ínclito
Pablo Iglesias, aunque me hastíe colocarlo en el pedestal mediático; un abuso perpetrado
por bastantes entornos audiovisuales.
Me resultó nauseabundo el
comentario personal, inmodesto, estúpido, de que el rey había preguntado por
sus hijos, como si fuera noticia socialmente jugosa. A la mamarrachada, propia
de un mamarracho, se le adiciona el hecho grave de proceder de un tipo que ha
llenado de escarnio el anterior bipartidismo y de repulsa instituciones que
luego, de facto, aclama. A poco, se va mostrando sin aquella máscara originaria
que lo transportó del opaco núcleo universitario -aunque elitista- a esta parasitaria
panda política. Todo y ello pese a esa mochila ética, democrática, pero
farisea, con que suele acompañarse.
Existe otro político -también
de izquierdas- que, sucumbiendo al compromiso contraído con las bases de su
partido, opta por la frivolidad y el lujo. Todavía recuerdo aquel Sánchez
humillado, herido, al borde del viacrucis, cuando lo aprecio ahora altivo,
arrogante, casi desdeñoso, en su pavoneo andante. Uno puede cambiar al compás
de sus circunstancias, pero es necio trocar la circunstancia en esencia vital.
Constituye la prueba inequívoca, concluyente, del alcance intelectual y moral a
que llega el referente. Dicho talante poco ejemplar, le hizo coger el Falcon
para “cumplir su agenda cultural” -según Carmen Calvo- y el Puma para acudir a
un encuentro informal con los ministros en la finca Quintos de Mora. En
definitiva, fueron dos formalidades muy informales; quiero decir, fuera de
obligaciones públicas o de urgencias admisibles.
Más allá, difuminados, impera
una pléyade de próceres que se apartan estrictamente, pese a Iglesias, de estos
epítetos tan poco fraternos. No es que la piedad -estímulo sacro- precise un
rincón a salvo de aras sacrificiales o tentaciones instigadoras. No, nos han
llegado a moldear el lenguaje a su capricho y satisfacción provocando caos, ofuscamiento.
Ya no sirven normas (aquí tampoco); se quiere remedar el concepto para que pueda
aplicarse, más o menos trabajado, a coyunturas diferentes, tal vez opuestas.
Retuercen la semántica y
aparecen chaladuras que encajan sin dificultad en el cedazo ideológico. Nuevas
estrategias marcan las pautas para convencer a electores negados,
abstencionistas por años de hartazgo, a confiar otra vez en una democracia que
los esquilma y abandona. Modernos flautistas de Hamelín conducen al ciudadano a
un despeñadero o a vivificar la cueva oscurantista de pasados siglos.
Nosotros -al eco de la
India- somos los intocables, parias; esa casta última, humillada por el sistema
que nos da un poder virtual, inexistente. Conforma la liebre de una competición
que siempre pierde; los ingredientes nutricios de aquellos que permiten, a
algunos de los suyos, superar todas las líneas rojas sin cabida en un sistema auténtico,
efectivo, de libertades. Porque aquella castuza, de la que hablábamos atrás, es
incompatible con la verdadera organización democrática.
Y, sin embargo, resuenan
clarines y timbales mediáticos, advenedizos, como si el fragor legitimara su
herencia sin derecho a duda, tal vez, rotunda negación. De verdad, ¿alguien con
dos dedos de frente puede sentirse representado, en su extracción humilde, pragmática,
realista, por políticos de la calaña de Iglesias o Sánchez? Hay poco donde
elegir, pero… ¿estos? ¿Acaso no dispone el PSOE de recambio? (Los extremos no
me interesan; incluyen un análisis simple, evidente, newtoniano). Mal andamos.
Casta, castuza, exudan intensamente
los políticos independentistas catalanes. Más diría, se enorgullecen cuando
presentan una epidermis ruda, tratada con densa capa de necedad, para que los
sucesivos roces con la ley les permita salir indemnes, de momento. Espero que otra
necedad interesada, que asimismo lubrica la piel seca, insensible, de un
gobierno canijo, abandone el equilibrio normativo para cumplir promesas hechas
al Estado; es decir, a los españoles. Los perjuros debieran ser ilegitimados si
ambicionan representar al ciudadano, también a las instituciones. Conviniera ser
principio rector, absolutamente ineludible, para quienes, desde un otero
cómodo, escrutan -eso dicen- el bienestar social.
Casta deja de ser incluso
sustantivo para convertirse en peligrosa herramienta de maniobra, de populismo usurpador.
Mejor olvidar su usanza, su evocación, por decoro estético y en legítima
defensa.
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