El tema catalán, que no
problema, ha estallado en todo su histrionismo melancólico. Nos hallamos ante
las postrimerías de un trance anunciado. Hasta el propio gobierno ha tenido que
saborear su particular incredulidad. Nadie, en su sano juicio, vislumbró que
los acontecimientos se dispararían hasta este estadio, a medio camino entre ceguera
y desatino. Se tensa la cuerda excesivamente; tanto que, siendo irrompible, todos
quedarán exhaustos. Sospecho que algunos políticos saldrán descalabrados, pero
con los bolsillos llenos. Será una derrota victoriosa porque, como sentenció
Quevedo con acierto: “Poderoso caballero es don dinero”. La sociedad, qué duda cabe, quedará para el
arrastre.
Los prebostes catalanes,
en las antípodas del pueblo, llevan cinco siglos inventando vanas razones,
asimismo inoperantes. Levantan (con la complicidad involuntaria, o no tanto, de
una sociedad porosa e incluso de políticos livianos) convulsiones estratégicas
para enmendar algún camino torcido. Se rodean de banderas, de pueblo, para
-generalmente- ensuciar ambos. Pretenden, como objetivo básico, teñir errores,
ineptitudes o trinques. De rebote, es probable que la sociedad catalana perciba
algún mejunje apartado del festín principal. Semejante escenario deja traslucir
una sociedad menos diestra, más insípida, de lo que pudiera juzgarse
tradicionalmente. Siempre se la ha tenido por vivaz, incisiva, laboriosa, pero
los hechos indican lo contrario.
El Diccionario de la Real
Academia, en su acepción cuarta, dice: “Razones son argumentos o demostraciones
que se aducen en apoyo de algo”. El mismo diccionario, dice en su primera
acepción: “Sinrazones son acciones hechas contra justicia y fuera de lo
razonable o debido”. El mal llamado “problema catalán”, en realidad no ha
existido nunca. Desde el siglo XVII, cuatro políticos -previo adoctrinamiento
popular- han utilizado a los catalanes para alcanzar mayores dosis de poder; tal
vez, tapar graves casos de ineptitud o corrupción. Al final, razones antiestéticas,
políticamente rechazables, se han convertido (mejor las han convertido) en
sinrazones injustas, onerosas, trapaceras y folklóricas. Les encanta utilizar
el señuelo del independentismo, que preparan durante años, para alimentar una
expectativa irracional; aglutinante, pero perturbadora.
La Historia muestra que
los políticos catalanes, apoyados por una sociedad maniquea, de púlpito, llegan
al clímax de las reivindicaciones siempre con gobiernos fuertes; cuando
conjeturan casi imposible alcanzar sus objetivos. Veamos. En mil seiscientos
cuarenta, justo cuando el rey Felipe IV poseía un ejército poderoso, se inició
la primera revuelta catalana. La segunda, en mil setecientos catorce, cercana
la victoria de Felipe V tras la Guerra de Sucesión. La tercera, corría el año
mil ochocientos cuarenta y dos, se produjo siendo regente el audaz general
Espartero. Durante la Segunda República, mil novecientos treinta y cuatro,
esperaron a que hubiera un gobierno de derechas, menos proclive a permitir la
independencia. Ahora, igual; tras cuarenta años de Transición y una vez perdida
su influencia en la gobernanza del país.
Hecho el repaso
histórico, da la impresión de que los políticos catalanes esperan el peor
momento para airear la bandera del independentismo. Encuentro dos razones. Por
un lado, una vez conseguida la independencia, los partidos independentistas
perderían su razón de ser. Además, doy por seguro que ellos sí saben que, de
forma inmediata, sería la ruina del naciente estado y el comienzo de peligrosas
revueltas sociales. Por lógica, solo pretenden mantenerse en el poder, impunes
y ricos. Hace tiempo que, al partido de cara lavada, PDeCAT y a ERC, se les ha
terminado el crédito. Les resta una peligrosa huida hacia adelante, bajo el
amparo de PP, Ciudadanos y un PSOE que anda rumiando su estrategia partidaria.
Podemos, como de costumbre, navega en un “ni sí ni no, sino todo lo contrario”.
Quizás cambie de discurso y se aferre a un “sí y no, pero también todo lo
contrario”. CUP, resulta el fertilizante necesario para nutrir dicha componenda.
A la larga, y a la corta, resultará una crónica de simetrías o asimetrías. He
aquí la madre de todos los acuerdos políticos tan auspiciados por algunos.
¿Por qué González, Aznar,
Zapatero y Rajoy, permitieron atropellos lingüísticos y adoctrinamiento en
Cataluña? ¿Por qué PSOE y PP se apoyaron en partidos nacionalistas a cambio de
generosas concesiones? ¿Por qué Rajoy ha renunciado al poder ejecutivo
articulándolo ilegítimamente en el Tribunal Constitucional? ¿Por qué no se
ataja de manera rotunda el incumplimiento, e incluso burla, de las resoluciones
constitucionales? Creo que existe un pacto tácito, incapaz de consolidar la
convivencia, y cuyos efectos, a poco, pudieran ser lamentables. Jugar con fuego
resulta peligroso, más cuando alguien se empeña en apagarlo arrojando gasolina.
O descubren pronto el pastel o este camino lleva indefectiblemente al
enfrentamiento.
Arrimadas -bien a título
personal, bien a resultas del presunto pacto- solicitando elecciones
anticipadas ha ofrecido un freno a tanta sinrazón. Constituye, quiérase o no, una salida inteligente, ideal. ¿Qué mejor referéndum
que unas elecciones? Los independentistas ya han cargado las pilas de su
campaña; incluso con exceso. Los partidos no independentistas parten, de esta
guisa, en aparente inferioridad. Se impone la sensatez y el azar; cabe, como
última esperanza, esta solución de compromiso. Lo demás acarrearía un final
lamentable, dramático. Luego, allá cada cual con su conciencia, en el supuesto
de que estos individuos la tengan. Puertas falsas y huidas suelen acompañarse
de consecuencias abominables.
España se constituye en
un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores
de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el
pluralismo político. Así lo expresa el artículo uno de la Constitución. A este fin, el gobierno debe rehuir cualquier
pretexto para beneficiar, una vez más, a los políticos catalanes en detrimento
de otras Comunidades que ahondan hasta el subsuelo sus miserias. Léase las
Castillas, Extremadura, Andalucía, o Galicia, verbigracia. Significaría atropellar
esa Ley Suprema, a la que dice defender, a la vez que conducirse, sin solución
de continuidad y en su amplia concepción, de las razones a las sinrazones.
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