Cuando se habla de
doctrina, sobre todo religiosa, surge raudo, necesario, un interrogante: ¿es la
fe irracional? Algún malévolo advertiría en tal indagación un matiz peyorativo
muy alejado del auténtico objetivo. Se inquiere con rigor si fe y raciocinio
son términos opuestos; si fe corrobora lo que no tiene respuesta lógica,
inteligible. Una especie de luz meta-intelectiva capaz de iluminar regiones
oscuras del conocimiento. Desde luego, admitir como certidumbre aquello que
niega la razón es propio de personas especiales. Tanto que, en ocasiones, se
aproximan a un fundamentalismo intolerante hace años proscrito por la Iglesia.
Verdad es que se trata de porcentajes mínimos, pero hacen un daño terrible a la
institución eclesial.
Sé que el debate
fe-racionalismo tiene mucho recorrido y argumentos varios, amén de variopintos,
para sostener posturas antagónicas, incompatibles. Desde el enfoque clásico
(más o menos sofista) hasta uno actual, tienen cabida las conjunciones más
sorprendentes y divergencias menos previstas. Cada época descubre querencia,
métodos y principios por los que se perfila un sistema filosófico; en
definitiva, proyectos de vida y de muerte. Porque, a la postre, el hombre
reflexiona, se mueve, para hallar respuestas válidas. Debe convencerse de su
papel en el mundo y lo que le espera -o no- más allá de él. Las ciencias
sociales se encaminan a descubrir, conocer detalladamente, el objeto primero y último
de nuestra existencia.
Siglos de lucubraciones
filosóficas, de escepticismo liberador, sobre estas cuestiones y su reflejo
social, han servido para poco. Nos seguimos preguntando igual que hace
milenios. Apenas hemos progresado en la búsqueda de resultandos que produzcan
felicidad. Continuamos viviendo en esa incógnita que se hace más patente cuando
nos acercamos a la hora final. Fe es lo único que le aproxima, le predispone a
ver, le trasciende. Si Friedrich Nietzsche proclamaba: “Tener fe significa no
querer saber la verdad”, Kierkegaard mantenía que para vivir la mejor religión
era el protestantismo y el catolicismo para morir. Por tanto, el individuo es
consumidor forzoso de doctrina sin tener necesariamente conciencia de ello.
Haciendo paralelismo de una famosa reflexión: vivo, muero, luego doctrino.
Lejos de pretender
polémicas inútiles sobre una materia que al cabo de los siglos sigue viva e
indeterminada, voy a describir unos hechos merecedores de sosegado estudio.
Tengo una nieta pequeña que fue bautizada el pasado día diez del corriente mes.
Mi hija, madrina del acontecimiento, ya había expresado alguna prevención sobre
el sacerdote. Bien pertrechado -al parecer- de estudios humanísticos, mostraba desmedidas
rigideces cuando se precisaba concretar algún fleco poco importante para
cualquiera. Él, exagerando la ortodoxia ritual o dogmática, tendía a excesos
nada propicios para limar asperezas. Según referencias, de ordinario le
distingue un talante casi preconciliar extemporáneo y estéril.
Joven y algo atropellado,
nos brindó una extraordinaria homilía. Exhibió sobradas facultades retóricas
que completaban presuntamente buena formación. Después supe de sus pretensiones
por alcanzar puestos relevantes, al menos obispo. Concluida la misa, destapó
una sorprendente caja de atronadores fuegos artificiales. Según deduje, la
tarde anterior hubo procesión. Acompañada de banda local, su repertorio
consistía en pasodobles y otras piezas de parecida índole, siguiendo la
tradición secular. Quienes eran portadores, movían la imagen al mismo ritmo en
un baile heterodoxo. Esta circunstancia, desde su punto de vista, implicaba
falta de respeto; hecho que motivó algunas discrepancias y advertencias de
abandonar la procesión si no se cambiaba de actitud. A medio recorrido, terminó
abandonándola. Alguno de los intervinientes directos me hizo observar, en los
previos al ágape, pequeñas inexactitudes entre lo ocurrido la tarde anterior y
lo expuesto.
El
epílogo de aquella reseña admonitora consistió en amenazar a los presentes que
el próximo año -si no se tenían en cuenta sus indicaciones y previo compromiso-
la imagen no saldría de la iglesia. Aunque el escenario expuesto no me
afectaba, porque no era mi pueblo ni soy cristiano practicante, lo felicité por
la homilía al tiempo que le trasladé mi desacuerdo con su proceder. Pretendí
que discriminara fe, dogma, ritual y costumbre. Prefirió, una vez más, tomar el
camino de la intransigencia y de forma altiva, petulante, me espetó: “Soy
licenciado en filosofía”. Qué bien, ¿y? ¿Acaso para ser ducho en tauromaquia se
precisa ser torero?
Al
buen hombre le queda un largo trecho para ser obispo. Seguramente conseguirá
buen soporte teológico; pero, salvo cambios sustanciales, desplegará graves
déficits en empatía. Sí, sé que política e institución religiosa -pese a su
similitud- traslucen diferente complexión. Un político no puede tener éxito sin
el pueblo, un obispo o cardenal (homólogos del político), sí. La Iglesia, pese
a ese supuesto ministerio espiritual, siempre ha transitado por caminos
distintos a aquellos de los fieles. Ignoro si a esto le ha llevado su
naturaleza exegética. Lo cierto es que el desapego del individuo (cuando es
básica para ayudar al tránsito definitivo, como admitiera Kierkegaard) no le
viene por divergencias racionalistas, o de fe, sino por una impronta preceptiva
e intransigente.
Nunca
fuimos cuerpo místico y lo expuesto es un botón de muestra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario