Ortega aseveraba con solidez
“yo soy yo y mis circunstancias”. Siempre defendí la certidumbre del sabio, de
sus lucubraciones, porque era consecuencia del esfuerzo sereno, del afán por
sintetizar el mundo, su percepción, para hacerlo inteligible al resto. Mi confianza
quedó certificada cuando llegó a mis oídos una anécdota ocurrida años ha por
tierras de La Manchuela. Ocurrió que a un señor de Madrigueras (pueblo
importante de Albacete), comunista para más señas, le tocaron veinticinco
millones de pesetas en la lotería de Navidad y en el acto abjuró del marxismo.
Fuera del suceso, probablemente cierto, es evidente que uno es, o se siente, esclavo
de su propia particularidad personal, mudable tanto como las adscripciones
ideológicas. Ley natural de vida o recreada por la índole quebradiza,
voluptuosa, del individuo.
Antes, el sorteo -junto
al ritual que conlleva- y el epílogo jubiloso, casi siempre impostado por
exigencias del guion, abría mi Navidad. El veintidós conllevaba mañana de
televisión y jornada de solidaridad entusiasta. Conseguí, a lo sumo, algún
reintegro o “pedrea” consoladora, lenitiva. Ahora, Cronos y Montoro me han ahuyentado
de la práctica, del atractivo y del sentimiento. Hoy, Navidad empieza con la
cena familiar y esa Misa del Gallo que retomo, incluso lejos de la praxis
católica, como costumbre añeja, casi olvidada. Sigo, con cierto arrobo
inconsciente, las escenas que airean diferentes programas sobre el azar y su
trasfondo humano. También cuando, cada vez menos, los villancicos se adueñan
del ruido callejero, solo superado por sirenas u otras estridencias que
anteceden a malaventuras. Ignoro qué interpretación esotérica pueda esconder
pero, entrados en años, evocamos episodios pretéritos refrescando tiernas
emociones y afectos.
No obstante, cada Navidad
apunta perfiles que la hacen diferente, señalada, genuina. En ocasiones somos
nosotros quienes imponemos el sello característico, pero suelen ser aspectos atípicos
o prebostes insensatos los que protagonizan cambios curiosos cuando no
rocambolescos. Carmena y su corte municipal, verbigracia, el pasado año
sacudieron viejas raíces dando a la Cabalgata de Reyes un giro copernicano,
entre modernista y provocador, que originó el desconcierto en el pueblo
madrileño hecho a la costumbre, enemigo de experimentos llamativos, nebulosos,
incomprensibles, que afrentan nuestra iconografía secular. Estas navidades, a
falta de otros episodios, anuncia un belén en la Gran Vía. Está visto y
comprobado que a la señora alcaldesa estas fechas le causan muchos quebraderos
de cabeza. Pobre, pero si parece la Virgen de la Buena Leche. Confirma que la
esperanza se hace efímera y largo el propósito de enmienda.
Pese a todo, ocurre algo
espectacular, melodramático. La noticia surge de unos décimos malditos que aparecieron
en la sede socialista de Ferraz y que resultaron premiados con el gordo. Al
parecer eran cinco (dos millones brutos) pero solo se repartieron dos. Los
otros andan de boca en boca -quiero decir de mano en mano- creando desasosiego,
desconfianza y desencuentro. Algún destacado miembro de los trabajadores que atienden
la sede central, pretende erigirse en administrador único del premio. Desde el
primer instante, semejante escenario monopoliza la crónica por divergencias, querellas
y falta de ejemplaridad manifiesta. Predicar se hace fácil, dar trigo no tanto;
deplorable siempre, más cuando a personajes públicos los suponemos orlados de virtudes
que resultan inexactas o falsas. Estos aconteceres serían menos sorprendentes
si los protagonistas guardaran prudencia y discreción en lugar de exhibir bondades
que se alejan de la realidad al ser pura filfa propagandística. Dos millones
han bastado para desenmascarar qué ética adorna a determinados socialistas. No
han resistido la prueba del algodón ni es asombroso. Confucio ya dijo: “El mejor
indicio de la sabiduría es la concordancia entre las palabras y las obras”. El
premio, además, era una guinda; llevaba aparejado a partes iguales liberación y
castigo.
En Pinos Puente, Granada,
el PCE ha repartido cincuenta y seis millones del segundo premio. El eco me
lleva a aquella anécdota del principio. La noticia económica, excelente, puede
convertirse en nociva desde el punto de vista ideológico. Estoy convencido de
que el aumento de individuos ricos entre militantes traerá consigo, en parecida
proporción, la fuga de comunistas. El azar, a veces, termina por elevar a
categoría lo que no pasa de ser en puridad un simple accidente. La esencia no
es el premio sino el colectivo y las presuntas consecuencias doctrinales.
Declino valorar ni examinar cualquier decisión que tomen los comunistas
agraciados debido a mi estilo personal que trasciende a la humana
incompetencia. Nadie, ni el más exquisito analista, tiene fuerza moral para
juzgar comportamientos o decisiones privativas. Plasmar un hecho no implica
hacer juicios de valor sobre el mismo. Desde luego, yo no me siento legitimado.
Hobbes afirmaba: “Esa
norma privada para definir al bien no solo es doctrina vana, sino que también
resulta perniciosa para el Estado”. Por esto, distante de la crítica maniquea
contigua a la aclaración del bien o de su opuesto, no paso de considerar cuán
débiles son nuestras concepciones sometidas al elemento diluyente, desvertebrador,
que supone el desajuste personal. Memoria, entendimiento y voluntad, son juncos
-o robles- sometidos al vendaval, ciclón, a que nos encadenan las coyunturas.
Nadie se libra de ellas y hemos de advertir este hecho inevitable sin necesidad
de discernimiento previo o posterior. Ya hay suficiente hipocresía, no la
aumentemos.
Feliz Navidad aunque,
para algunos, sea solo un poso consuetudinario; tal vez, ni eso.
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