Acierta quien vea cierto
paralelismo entre el epígrafe y aquella reputada película de los hermanos Coen
“No es país para viejos”. El filme presentaba una temática psicológica centrada
en la circunstancia del hombre;
culpable, a su vez, de toda actuación posterior. Con afanes más humildes, solo
deseo expresar una idiosincrasia específica del individuo español, general,
quizás provocada, que guía la conducta política y ciudadana. No creo que
suframos el efecto perverso de un atributo reciente, concebido por la sociedad
actual. Hemos de aceptar los múltiples errores, aun vicios, que ha ido formando,
a través de los siglos, nuestro currículo. Digo. Algunos, inducidos; la mayoría,
por propia iniciativa. Un carácter indolente, acomodaticio, tribal, permite al
poder crear individuos heterogéneos, insolidarios, bastante brutos. Consecuente
con ello, se conforma una sociedad atomizada, rota; ideal para su manejo
gratuito, sin ningún peaje.
Permítanme, antes de
entrar en materia, que narre un caso paradigmático de entre los muchos que
cualquiera atesora en su rutina diaria y vital. Ubicado en mi pueblo de la
Manchuela conquense a fin de mitigar la canícula veraniega, jornadas atrás
fuimos a Motilla del Palancar al objeto de aprovisionarnos de viandas. Cargado
el coche sin dejar resquicio alguno (deben nutrirse cuatro hijos y seis nietos
pantagruélicos), me dispuse a una vuelta rápida para evitar el deterioro de productos
congelados. A medio salir del aparcamiento, aparece un tío -pido perdón-
conduciendo un enorme todoterreno con demasiada premura. No puede aparcar y
queda en medio impidiendo el paso, a la vez que cualquier maniobra. Retrocedo para
paliar el embrollo, cuando otro tío -suplico
de nuevo excusas- aparcado enfrente da marcha atrás sin mirar y, tras pitidos y
voces clamorosas, frena a escasos dos centímetros justo donde mi aterrada
esposa se palpa incrédula de estar ilesa. ¿Creen que fue la conjunción fortuita
de dos imbéciles? No, solo un incidente inevitable, repetido -dada la fauna
hispana- que, en esta oportunidad, me sucedió a mí.
Concluido el relato,
ejemplo y prólogo, sacuden mi mente varias reflexiones que alimento de forma incesante.
Cada vez me asombra más constatar la respuesta invariable de mis conciudadanos
y compatriotas. Es corriente escuchar diatribas contra toda sigla, incluso
políticos, sin concretar ideología. Es sentir colectivo el hecho incuestionable
de que nuestros prohombres -sin exclusión señalada, aparte vicios y excesos
abundantes- ansían bienes espurios. Sin embargo, pese a tal certidumbre, cuando
retorna el rito electoral siguen votando anhelantes. No subrayan programas -qué disparate- importa únicamente que el
rival ideológico pierda el poder sometiéndolo a las tinieblas del olvido.
Resulta curioso cómo en esos momentos resucitan su maniqueísmo, arrinconado días
antes. Semejante desvarío solo tiene encaje en países indigentes, abarrotados
de imbéciles. ¿Exageración? ¿Derrotismo? Simple y llanamente apostura
contrastada, inconcusa.
Me sorprende que Rajoy
obtuviera ciento veintitrés diputados al primer intento. Vista la eficiencia de
su legislatura, tal número -aun considerando importante, sintomática, la
reducción de sesenta y tres- implica claro desfase entre la idoneidad de un
político y la sentencia ciudadana. Pareciera que el votante introduce su
voluntad en la urna de forma atrabiliaria, mecánica, casi simplona. Ignoro qué
umbral perceptivo puede atribuirse al individuo español, pero considerando sus
actuaciones deduzco que bastante escaso, proporcional a la semblanza que revela
el segundo párrafo. Las elecciones del 26J, el saldo, añade un plus argumental.
Hoy, consentimos silenciosos que las urgencias sugeridas caigan en saco roto.
¿Cuántas veces hemos oído, por boca del señor Rajoy, la exigencia imperiosa,
urgente, de investir al nuevo gobierno? ¿Tantas como para posponer una semana
la respuesta a Albert Rivera? Indignante.
El señor Sánchez
-negación hecha conflicto que abre varios frentes- pospone sine die la diligencia
preceptiva, vital, pese a los buenos oficios de socialistas prototípicos cuyas
sugerencias parecen acabar en los desagües de Ferraz. Temo que aquí la imbecilidad
sea compartida aunque los padres integren portavocías o responsabilidades
organizativas. Don Pedro, sus tres noes parecidos a los tópicos tres etcéteras
de don Simón, conquista el sobresaliente cum laude de la incoherencia. ¿Cómo maridar sus negativas a
la investidura con el hecho divulgado de rechazar terceras elecciones? A mayor
gloria, él y su terca contradicción metafísica se permiten andanzas de
chiringuito soslayando la complejidad del patio. Genio y figura.
Sé que mi tesis es
políticamente incorrecta, pero en absoluto postiza. Por este motivo, termino
con una breve referencia. Imbécil
significa falto de inteligencia, torpe, molesto, inoportuno. Es vocablo que no
mora en el campo del insulto; su hábitat natural se encuentra en el área del
concepto, de la definición. Leales a la sinceridad, el acontecer diario e
histórico nos lleva de manera definitiva al lance inevitable de que somos un
país de imbéciles. Queda, como antídoto y aliento, el esfuerzo animoso,
inquebrantable, de trastocar la situación.
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