Rememoro con socarronería
una anécdota tan disparatada que invita a encontrarla falsa. Se refiere al
opositor cuya estrategia consiste en prepararse parte del temario y dejar al
azar aquel que su indigencia intelectual o volitiva le impide vencer. La bola, adversa,
traicionera, obliga a escribir sobre los Reyes Católicos. Con poca información
sobre ellos, le sobran conocimientos relativos a Colón. Por este motivo, ni
corto ni perezoso, realiza un breve prólogo: “durante el reinado de los Reyes
Católicos, Cristóbal Colón descubrió América”. Después, y abierto el camino,
dedicó páginas enteras al navegante. Constituye la salida estéril,
rocambolesca, pero estética de quien rebosa mala suerte, indolencia, quizás abatimiento.
“Dios aprieta pero no ahoga”, debe considerarse base raquídea, ley absoluta,
que surge providencial de veneros metafísicos. Cualquier debate cuyo punto de
encuentro o desencuentro esté relacionado con el suceso expuesto, ofrece una justificación
torpe pero recurrente.
Rajoy lleva tiempo
actuando como el opositor de referencia, superado, perplejo, errante. Sin ir
más lejos, el miércoles diecisiete -tras una vana semana de largas- anuncia que
el Comité Federal, órgano talismán de cualquier césar, solo le “había
autorizado” a iniciar conversaciones con Ciudadanos. Consciente de su
desprestigio, reaccionó de forma parecida al opositor ingenioso. Impelido por
la necesidad, siempre virtuosa, cambió a la corre prisa una respuesta que
estimaba táctica. En el acto, tuvo que recomponer el mensaje. Contra toda
advertencia, sin ganas, opuesto a cualquier afecto mariano, tuvo que aceptar
las condiciones impuestas por Rivera. Desconcertado, indocto, sin alegato a lo
que la bola le solicitaba, ofreció una salida estética pero nada asimilada.
Calculó al centímetro su evidente salida de tono según íntimos presupuestos. Se
sabe objetado, suspenso, pero le mantiene el efecto milagrero del placebo.
Acertó en la corrección aliviando todo despecho displicente y culpable.
El salto retórico que
brindó inesperadamente al país el jueves, cuando esperábamos una espantada
memorable e incomprensiva, dejó descolocados a muchos, yo entre ellos. Tenía
previsto un titular muy plástico: “Rajoy o el lastre evitable del PP”. Sin
alterar la idea central, esa decisión postrera -de última hora- quebró el
encanto y los estros, inquietos, sorprendidos no menos que yo, decidieron
tomarse un corto jubileo. Me quedé en blanco cuando el presidente en funciones
decidió actuar con sensatez, invalidando mi artículo ya pergeñado. Tuve que
preparar, con la cocina todavía caliente, un nuevo menú argumental, una tesis
matizada, sin inutilizar el anterior esqueleto. Rajoy ya no protagonizaba el
mayor yerro de un prócer en la actual coyuntura política. Antepuso acuerdos
inciertos, aparentes, para ofrecer el menú aderezado una semana antes. Su fuego
de artificio tenía la pólvora mojada y estuvo tentado de prender la mecha de
manera irreversible, necia.
Pese a todo, a cálculos
infinitesimales, a presiones diversas, aun a amenazas caóticas, Rajoy es un
político amortizado. Conmilitones muy cercanos, adosados, adheridos a las
regalías, defienden la inobjetable presencia de don Mariano al frente del
próximo gobierno. Aducen que el votante ha puesto su confianza en él. Falso.
Este país vota a la contra o con los ojos cerrados. Zapatero encarna un
paradigma certero, sustantivo, desgraciado. Declinar sobre el líder todo
crédito electoral, no solo es aventurado sino inconsistente. Rajoy resplandece,
destaca, porque alguien lo ha izado a la peana, no necesariamente porque sea el
candidato propuesto e ideal. He escrito en numerosas ocasiones que los partidos
presidencialistas, cuando se apaga la luz, tienen difícil hallar el recambio cabal,
un saneamiento imposible, en beneficio de la sigla y del ciudadano, priorizando
aquella sobre este. Tal detalle ilumina su interés de servicio al pueblo.
Aunque la genuina
oposición (PSOE) y medios afines responsabilizan al PP de todos los
desarreglos, exageración y quimera revolotean inquebrantables sobre tanta
animosidad o desconocimiento. Cierto es que nadie hace todo acertado o
calamitoso. Sin embargo, poco puede oponerse a realidades tozudas. Cuando Rajoy
tomó el gobierno, a finales de dos mil once, la deuda pública ascendía a
setecientos treinta y cuatro mil novecientos sesenta y un millones de euros. Suponía
el sesenta y nueve por ciento del PIB. Hoy, la deuda supera el billón cien mil
millones (ciento uno por ciento del PIB) después de subir impuestos y recortar
servicios básicos. Si a estos números sumamos la situación infausta de la
justicia, el desastre autonómico y territorial, amén de incumplimientos
referidos al terrorismo y al marco católico, junto a otros pormenores acabados
en el olvido, hemos de convenir la dudosa gestión de Rajoy en cuatro años. Para
más inri, los españoles le concedieron una insólita mayoría absoluta. ¡Cuántas
razones asisten a quienes critican al gobierno!
He hablado (escrito en
este caso) de las numerosas lagunas y deficiencias que exhibe Pedro Sánchez.
Con toda seguridad volveré a hacerlo. De momento, un sectarismo insensato,
oportunista, postizo, se deja sentir sobre todo en el partido. Distan mucho de ser
modernos, razonables, aquellos que enmarañan intereses propios y pureza
doctrinal. El señor Sánchez viste chistera arcaica, tosca, inoperante. La del
señor Rajoy, confeccionada con medias verdades y mentiras meridianas, se ha
quedado sin conejos, sin atractivo, átona, superflua. Vendrá, por su natural,
un recambio huérfano de crédito. ¿Qué solvencia ofrece a la ineludible catarsis
quien se ha mantenido mudo por tiempo indefinido? Los césares implantan
desconfianza en sus delfines una vez desaparecidos. Es su herencia formal,
rigurosa, imperativa. Abrumador epílogo.
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