Decía Viktor Frankel,
eminente psiquiatra austriaco: “Cuando ya no somos capaces de cambiar una
situación nos encontramos ante el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”. Esta advertencia, que cualquier
individuo sensato asumiría sin dudarlo, se muestra velada para nuestra ilustre
clase política. Es cierto que penamos los hombres públicos más grises (para ser
generoso) del último periodo democrático. Hemos topado con una caterva de
aventureros ahítos de ruindad que merecen el mayor rechazo social. Su sentido
de Estado puede considerarse irrisorio cuando no inexistente. Con todos los
errores y lagunas, Suárez, González, e incluso Aznar, nos parecen de otra
galaxia comparados con estos vacuos que vienen engatusándonos desde hace quince
años. Somos capaces de repudiar la pericia mientras caemos rendidos, ciegos,
por retóricas inconsistentes. Temo la planificación de una compleja ingeniería
social desde el poder. Ni nueva, ni espontánea. Solo así se explica el grado de
estolidez que adorna al ciudadano español pese a su proverbial suspicacia.
Espacios informativos, y
de debate mediático, iluminan cada jornada con noticias que deben surgir de
cerebros turbadores, quizás grotescos. Estamos llegando a extremos aledaños a
mentes raptadas por la quimera; esa rueda o tiovivo del sinsentido. Resulta
imposible conjugar lo uno y su opuesto con tanto esmero, con devoción tan
perversa. No obstante, estos prohombres que nos desalientan son capaces de todo
excepto de conseguir un gobierno estable. Los tres líderes nucleares (Iglesias
se disgrega a poco, si no lo está ya, cual materia de heterogénea conformación)
dicen huir de nuevas elecciones faltos de confianza. Observamos, pese a manifestaciones
convencionales, notables discordancias entre obra y pensamiento. Los
acontecimientos desmienten esa dialéctica falsamente esperanzadora, sin muchas expectativas,
ya que Cronos destapa la invalidez de tan tenues mensajes.
Ramiro de Maeztu
sentenciaba: “Las autoridades son legítimas cuando sirven al bien, cesan de
serlo al cesar de servirlo”. Políticos y comunicadores afines, calculadores,
siembran semillas contaminadas en el barbecho social. La legitimidad
democrática, proclaman, se determina por el voto ciudadano. Cierto, pero el
gobernante no queda investido por él sin acotaciones ni matices. Maeztu,
acertadamente, deja al descubierto una verdad a medias, bastarda, que es
mentira afrentosa. El elector constituye parte alícuota del sistema, por tanto
de su legitimación. Quien lo vertebra, lo afianza o constriñe, es el político
con su actividad diaria. El ciudadano de a pie carece de armas para enfrentarse
a los desenfrenos o excesos del poder. Todo atributo pierde su temple al cometer
un atropello, ora a conciencia ya por error. De igual modo, quien abandona su
vigilia bienhechora adultera toda legitimidad adosada a una servidumbre, jamás don
privativo. Estamos viviendo la fase en que las siglas, sus líderes notorios,
atesoran excesivos abandonos a la hora de afanarse por el bien común.
Considero a Rajoy
principal responsable del bloqueo institucional. Pasado un mes de las elecciones,
no antes para saciar la urgencia que dice haber de constituir gobierno, inicia
los contactos con Sánchez y Rivera. Les proporciona un programa ambiguo, pobre,
para su examen con el objetivo de llegar a acuerdos que le permitan la
investidura y posterior gobierno. Según parece, el ofrecimiento carece de
entidad; por consiguiente, de auténtico
interés para llegar a pactos sustanciales, desbloqueantes. Sospecha, con
firme cimiento, que el PSOE quedaría muy mermado en una nueva cita a las urnas.
Por el contrario, el PP rozaría la mayoría absoluta y aupado por Ciudadanos, si
fuese preciso, le permitiría un gobierno estable y duradero. Lo sabe. Supone el
argumento para exprimir al PSOE inicuamente hasta la saciedad. Maldad y triquiñuela que perjudican la economía nacional.
De ahí, esa demanda obcecada, renuente, al compás, de su jubilación. Estoy de
acuerdo, Rajoy debe dejar paso a alguien menos nocivo, más evidente, sin aristas.
Sánchez, lo he sugerido
en varias ocasiones, desde aquel “pactaré con todos a excepción de PP y Bildu”
debería haber dejado paso a otro secretario general sin lastres sectarios. Hoy,
tan arraigado NO -amén de recurrente, incisivo, inmovilista- debiera tornarse parlamento,
arreglo necesario, patriótico; en definitiva, abstención que desbloqueara esta
actitud absurda, límite. Desde hace tiempo disfrutaríamos, es un decir insensible,
de otra legislatura algo renqueante, en este caso, pero efectista. Sánchez y
equipo cercano han dado motivos sobrados para tornar a sus antiguas ocupaciones.
Don Pedro viste traje ampuloso, enorme, tanto que le proyecta una figura cómica;
en ocasiones, trágica. Ruego que haga una introspección rigurosa, exigente; dé
una oportunidad a su patriotismo y abandone en aras al bienestar ciudadano.
Albert Rivera, dentro de
ese dar palos de ciego mejor o peor fundamentados, quizás sea el único que
escapa al juego de las medias verdades para justificar arrogancias cuando no
cegueras dañinas. Al parecer no le afecta ningún desasosiego ni inquietud
cercana al paroxismo, al suplicio emocional, a ese sinvivir casi místico.
Contradice, o le rebasan, las palabras de Tácito: “Para quienes ambicionan el
poder, no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio”.
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