Permítaseme que, con toda
modestia y pidiendo disculpas por mi audacia, robe a Ortega el epígrafe del
artículo. Pretendo, al mismo tiempo, advertir que llevamos un siglo asentados
en el más puro inmovilismo. Decía aquel insigne pensador, allá por mil
novecientos catorce, que “la vieja política son fórmulas de uso mostrenco que
flotan en el aire público y que se van depositando sobre el haz de nuestra personalidad
como una costra de opiniones muertas y sin dinamismo”. Insinuaba que la nueva
política se basaba en dos proposiciones: la inutilidad de los programas usados
y caducos junto a la urgencia de construir un edificio nuevo de ideas y
pasiones políticas pidiendo colaboración no votos; sin prisa porque ella es
alimento de los ambiciosos. ¿Encuentra el lector diferencias sustantivas con el
contexto actual? Pese a fatales acontecimientos posteriores, y aunque parezca
asombroso, conjeturo una respuesta general: no.
Qué poco les importa el
país, la sociedad. Ambiciones espurias potencian esa ceguera característica de
quien no quiere ver. Las prisas conforman un ingrediente que origina
disposiciones arriesgadas cuando no totalmente suicidas. Lo peor es que el efecto
lleva aparejadas dramáticas derivaciones colaterales. Nadie recomendaría
autolesionarse a ninguna sigla. Menos si el quebranto se extiende a todo un
país. Sin embargo, próceres (perdón por el exceso) irresponsables, muy
irresponsables, instan a un insensato menesteroso a que, cual zángano
himenóptero, prefiera morir tras gozar un tiempo de la Moncloa. Incluso puede
llegarle el óbito antes que el orgasmo. Ignoro si la deriva, un tanto
psicótica, altanera y atiborrada de felonía hacia el Comité Federal, es cosecha
propia o procede de infectas inducciones adyacentes.
Tanto don Pedro como sus
secuaces -digo, asesores- más cercanos ventean que los votantes les han
reclamado un cambio de talante, a encabezar un gobierno de izquierdas que
resuelva el desastre pepero. Aparte entusiasmos etéreos, temo que uno y otros
deban repasar las cuatro reglas, en concreto la adición. Todas las izquierdas,
el frente popular redivivo, alcanzan ciento setenta y dos diputados. Es decir,
el montón no consigue mayoría absoluta y, por tanto, el futuro gobierno tendría
la misma estabilidad que un huevo o una castaña para no confundir términos. Ese
dilema lo resuelven divulgando que buscan un gobierno progresista. Admitiendo que
Podemos encarne un colectivo progre, que
ya es ser ingenuo, no paso por tragarme a los independentistas de ERC o
Democracia y Libertad (cara lavada de CDC), menos a Bildu, como paradigmas en
quienes mirarse. Saben a la perfección que todo se reduce a vana palabrería,
que las ansias de un grupo indigno, bucanero, las vamos a pagar los españoles
muy caras.
Cierto es que Rajoy en
cuatro años ha dilapidado el capital político que la sociedad le otorgó como
última esperanza y no por atractivo o convencimiento. Igual de verídico es que
solo el PSOE fue culpable de aquel éxito sin precedentes. Ahora no es creíble
aparecer como valedor por aquello de “no puede resolver un problema quien formó
parte de él”. A Rajoy se le acusa, con razón, de aumentar impuestos y reducir
gastos sociales en vez de institucionales menos gravosos para el conjunto. No
obstante los menoscabos laborales y educativos surgieron con el PSOE tras las
ETT o la LOGSE, verdaderos lastres en ambos apartados. Ninguna Ley de Educación
del PP ha sido válida en nuestro país. La LOMCE, promulgada años atrás, se
inició a principios del presente periodo escolar y, teóricamente, de forma
parcial. Será operativa, como mucho, este curso; es decir, al parecer tiene los
días contados. Por tanto, menos
falacias.
Fechas atrás escuchaba en
televisión a Pedro Saura, dirigente del PSOE. Como persona le tengo todo el
respeto del mundo, pero en su papel de político me merece el mismo que yo
recibo de él. Hablaba sin hacer salvedades. En su discurso -abierto a los
españoles digo, sin excepción- me tildaba de imbécil supino. Pues no. Su
intervención significó un sinfín de necedades, de patrañas, dichas con
exquisito cinismo. El broche de oro fue esa frase estúpida que agregaba “emergencia
social”. No me extraña que un economista se lie con la semántica. Señor Saura, emergencia
implica instantaneidad, improvisación, y el problema social ya es rancio. Lo
mismo que el institucional, político y democrático a los que deberían hincar el
diente ustedes, todos, sin demora.
Termino con otras
palabras de Ortega. “Es preciso hacer una llamada enérgica a nuestra
generación, y si no la llama quien tenga positivos títulos para llamarla, es
forzoso que la llame cualquiera”. Hace horas toda España se ha enterado del
osado reclamo de un fantasma. ¿Han comprendido señores del PP y del PSOE? Sigan
hasta el aburrimiento con la vieja política y otros, de mayor vetustez pero con
novel etiqueta, les borrarán del mapa político y hundirán esta nación doliente.
Ah, los silencios cómplices inhabilitan para protagonizar futuras e imperiosas
catarsis. Nada nuevo hay bajo el sol. Tampoco una moral inmaculada,
purificadora.
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