Conforme nos acercamos
a las fechas claves en la disputa electoral, todavía aturdidos por los aromas
del engrudo, el escenario se torna inquieto. Aparecen, al tiempo, retóricas
gastadas, huecas, fraudulentas. Políticos de uno y otro signo, junto a
adláteres poco habilidosos, elevan el tono -también las ofertas- sin
importarles qué piensa o necesita el contribuyente. Al fin y a la postre,
ninguno repara en quienes sufragan el esperpento (no encuentro calificativo que
tase con mayor justeza este vejatorio, caro y endeble ritual). Semejante a un
desfile de procesionarias, plaga que produce irritaciones y alergias molestas, inoportunas,
los políticos nos embisten con sus programas inconcretos, falsos. Casi siempre
quiméricos. Pero dejemos para momentos propicios el análisis general.
Los aledaños del meollo
electoral se estrenan con una noticia que tienta la corrupción. Apuesto, sobre
seguro, por el notorio incremento de estas acotaciones hasta el próximo
veinticuatro. Según parece, pese al desmentido personal, a Alfonso Rus -presidente
de la Diputación de Valencia- lo han cazado con las manos en suculenta masa. Su
talante, negando autoría sonora, más allá de condensar una anécdota cínica es
la constatación palpable de impunidad total. Acepto su derecho a que le secunde
presunción de inocencia. No obstante, aupados sobre inconcusos indicios, esperamos
que se depuren responsabilidades, si las hubiere. Estas informaciones, y otras
de parecido jaez, potencian el hastío y desapego del individuo más crédulo. Los
prebostes, por su parte, aparcan medidas rotundas para no darse de narices con un
partido saneado pero sin esqueleto estructural. Limpieza, en este caso, sería
sinónimo de liquidación. Silencio. Estrabismo.
Como mucho, amago. Antes que hundir la nave, prefieren navegar sin astrolabio.
El aforamiento, masivo
en magnitud y plenario en usufructo, afianza factores de privilegio. A su vez, provoca
quiebra en la justicia cuyo principio de igualdad viene superado por una presumible inconsistencia.
Los altos órganos judiciales, gracias a su procedimiento electivo, resultan
proclives al enjuague político. Un amplio biombo pudiera ocultar bastantes recovecos
en los que el conjunto de siglas difuminan la peculiar ceguera e imparcialidad
de la ley. El Tribunal Supremo rechaza investigar los supuestos malos tratos
efectuados por el eurodiputado López Aguilar. Aquí el Alto Tribunal provee el
principio de inocencia, cuando la Ley introduce culpabilidad de forma categórica
e irremisible. Extraña, asimismo, tan sepulcral silencio del activismo
feminista al que, según parece, solo motivan los hipotéticos malos tratos realizados
por sujetos montaraces adscritos a ideologías perversas. El maniqueísmo carece
de razones. La insidia sectaria también.
Una semana más, Susana
Díaz acapara la crónica andaluza. Esta señora enarbola, sin ofrecer ningún
signo de agotamiento ni munificencia, la bandera que aglutina en su persona las
esencias de responsabilidad política. Alardea, al mismo tiempo, del actual aislamiento
en la lucha contra el desenfreno endémico que ensombrece la autonomía. Crea, a
tal efecto, una Oficina de Prevención del Fondo y la Corrupción. Desde marzo de
dos mil cuatro viene ocupando cargos de diversa enjundia sin que jamás, que yo
sepa, pretendiera poner freno a dicha podredumbre. Barrunto el picotazo de una
mosca para que la diputada presidenciable se convierta en adalid contra la
corrupción. No se me ocurre otro móvil para explicar el cambio repentino y
vigoroso de tan incauta personalidad. Pide, a renglón seguido, que los demás
partidos sean responsables para que Andalucía tenga el gobierno que han votado
sus gentes. Tanta petulancia y doblez me acongoja. Compensa mi decaimiento la respuesta
de Antonio Maillo, portavoz de IU: “Quién no la conozca que la compre y yo no
la compro”. Sus razones tendrá.
Extraigo una entrevista
a Ángel Gabilondo, candidato a la presidencia de Madrid por el PSOE. Salvo que
fue ministro de Educación con Zapatero, poco conocía de este filósofo. Me
impactó su moderación, inteligencia, talante y ofrecimiento auténtico de
servicio al ciudadano. Irradiaba, sin duda, todos los principios de la ética
social. Si viviera en Madrid, y no fuera abstencionista convencido e irredento,
no me importaría votarlo. Mi introspección me produjo asombro, pues siempre
consideré al PSOE un partido postizo. Al tiempo, estaba lejos de concebir cómo
un señor con tal armazón moral se aventuraba a liderar una candidatura. Daba
igual de derecha, izquierda o imprecisa. Rubricó la entrevista no con el
programa, que apostó parecido a los demás, sino comprometiendo su palabra.
¡Chapeau! que dice mi amigo Otramotro.
Cierro las ocurrencias
con esta frase de Beatriz Talegón, insigne desconocida y arraigada
en la carencia: “Yo, desde el PSOE, tiendo la mano a Podemos porque hace falta
un pacto de izquierdas para echar a los corruptos de la derecha”. ¿Y quién expulsa
a los corruptos de la izquierda? Quiero pensar que en el PSOE habrá gente con enjundia,
estrategas con sentido común. ¿Sabe la señora Talegón qué ocurriría en las
elecciones generales si hubiera un pacto Podemos-PSOE? Le doy una pista. Los
españoles somos un pueblo moderado. Incluso en momentos de crisis y
descomposición política, nos inquietan las soluciones rupturistas, desequilibradoras,
atrevidas. ¿Necesita más aclaración?
Podemos alumbró un
programa al que hincaré el diente, fuera de la cronología semanal, a lo largo
del próximo artículo.
Recomiendo a mis
conciudadanos, entre tanto, abandonar la víscera en favor del análisis frío. El
poder nunca es herramienta, como dicen algunos farsantes, es un objetivo en sí
mismo. Miente quien pretenda usurparlo ya que, en una democracia, le
corresponde únicamente al individuo. Por este motivo, el voto es universal.
Nosotros disfrutamos un sucedáneo mientras otros se recrean detentándolo de
forma espuria. Huyamos del odio tribal incentivado -que nos debilita- y de
aquellos que prometen la democracia popular, pues las esencias sustantivas no precisan
epítetos.
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