Por una vez, y sin que sirva de
precedente, abandono la temática habitual. Como bien saben mis amables
lectores, suelo escudriñar con cierto rigor, no exento de mesura, el quehacer
de la fauna política. Quizás la reseña tome un sabor más ácido cuando evalúo al
gobierno. Ignoro las razones, pero el poder -sin atender entrañas ni tiempos-
me “enerva” (vocablo fetiche de mi cuñada Ana). Seguramente sea la ventura que
arrastro por un inevitable carácter anarquista. Soy consciente de su linaje
utópico, pero no mayor que el del comunismo científico o el de la democracia
liberal. Consecuente con esta actitud, enfatizo la libertad como elemento
constitutivo, esencial, del hombre.
Hace escasas jornadas regresé de un
periplo por el pirineo leridano. Cincuenta años atrás realizaba parecido
itinerario por aquellos lugares verticales, flotantes, inagotables, que dejan
siempre un grado de insatisfacción. Ahora quise enseñar a mi esposa, además de
a un matrimonio amigo, la abrupta belleza que ensoberbece al paisaje. Superados
los feraces campos de Tárrega y sur de la provincia, fuimos acercándonos -entre
pantanos, riscos e incursiones por tierras oscenses- a El Pont de Suert. Montamos
el cuartel general al cobijo de la delgada, simpatiquísima y cercana señora
Nati. Dueña del hostal, conservaba aún evidentes signos de un pasado hermoso.
Nos impactó a todos.
A lo largo de dos días recorrimos Bohí,
alrededores y valles. Practicamos un primer acercamiento, un saludo afable, la
tarde en que llegamos. Recibimos completa información de cualquier pormenor,
tanto referente a taxis todoterreno cuanto al conjunto arquitectónico de la
zona. El nuevo día, diligente, fresco, húmedo, lo principió un taxi con cuatro
parejas que nos condujo a un punto elevado del valle. Luego, caminata de hora y
media -entre gozosa y dolorosa- hasta el refugio.
Casi un kilómetro de camino pétreo,
penitente, nos llevó al lago Llong; una belleza a dos mil metros. El área
-majestuosa, soberbia, relajante- bien valió la fatiga del ascenso, el
calabobos intermitente y las cuatro horas del trayecto. Ida y vuelta. La tarde
nos compensó con las visitas a Tahull, Caldas de Bohí y Erill la Vall. Iglesias
románicas, casas de alta montaña (piedra y pizarra en descenso increíble) se
turnaban con las aguas termales de Caldas, nombre estricto, justo y sustantivo.
El día siguiente nos condujo a Viella.
Sometida a la hondonada, se levanta bizarra hacia Francia o el Puerto de la
Bonaigua. Este, interminable, desnudo, vigila orgulloso los remontes que en el
tórrido verano exhiben su inmóvil esqueleto al sol. Pero volvamos a Viella. Sin
perder su fisonomía lugareña, cautiva a los espíritus sosegados y, a la vez,
mundanos. Limpia, entrañable, incondicional, viene a ser parada obligatoria
para viajeros que convergen en esta encrucijada de caminos. Olvidada
-orográficamente rota- su fortuna ha sido crear esta entidad apasionante. Por
puro azar conocimos a una cántabra deportista, extrovertida, campechana.
Espléndida. Era la mujer del alcalde y diputado convergente. Cierro el párrafo
con elogios a Arties y Salardú, dos magníficos pueblos gemelos con vitola de
alta montaña.
Bajamos serpenteando Bonaigua al tiempo
que un grupo muy diseminado de ciclistas, algunas chicas poderosas entre ellos,
subían purgando aquellos erizados repechos. Los esforzados, según supe después,
iban de Tossa de Mar a San Sebastián. Acomodaban, asimismo, dos jornadas al
Tour. Kilómetros más abajo, superamos Esterri D’Aneu y, a la altura del Pantano
de la Torrassa, iniciamos la subida a Espot. Nos hospedó un hotel cuyos
propietarios, Josep y Ana exudaban afabilidad. Una química especial entre ellos
y nosotros se estableció al punto. Años atrás, los actuales reyes habían
utilizado aquellas instalaciones. Sobre la repisa de recepción destacaba un
testimonio gráfico que daba cuenta explícita del acontecimiento.
Entrada la mañana siguiente, con las
manos expertas de Ricard coronamos, en Land Rover, el lago Grand d’Amitges
(casi tres mil metros). Muy ufano, nos comentó que la bajada hasta el lago San
Mauricio -quinientos metros de desnivel- era coser y cantar. Una vez
reinstalado cada órgano en su sitio -la subida pedregosa fue una auténtica
batidora- emprendimos la bajada por un sendero, medio metro de anchura, que
recorrimos casi despeñados. El paisaje era espectacular. Nuestros ojos iban de
arriba abajo. Franqueamos miradores, cascadas y variada orografía -siempre uno
tras otro- hasta llegar al lago San Mauricio. Todo un remanso de paz.
Extraordinaria experiencia. Desde allí a Espot nos bajó María, una valiente
conductora.
De regreso a Valencia, pasamos Sort,
Artesa de Segre, Tremp, Cervera, Igualada (aquí hicimos noche) y Montserrat,
cuna del nacionalismo. Comimos en Monistrol, base del aéreo, y con las primeras
sombras del quinto día pusimos final a nuestro peregrinaje que supuso una
vivencia inolvidable.
Durante el viaje nos enteramos de los
acontecimientos que afectan a la familia Pujol; un padrinazgo de película. No
me causó ningún asombro porque, conociendo un poco la Historia de España, de
sus gobiernos y de sus gentes, puedo esperar cualquier cosa de unos políticos
que han conformado en cuarenta años un monumento a la rapiña y a la corrupción
sin límites. Pareciera que les faltara tiempo para generar su particular
agosto, para atesorar un futuro bochornoso. Todo con el plácet, si no
complicidad, de un pueblo indulgente que excusa la devolución de lo robado y
alivia la cárcel para sus autores. Esto se desprende, al menos, de las
reacciones ciudadanas.
Sí, a lo largo del periplo me he
asombrado. Me han asombrado los paisajes soberbios, inigualables. Me han
asombrado, sobre todo, las gentes que hemos conocido. Amables hasta extremos
insospechados. Fácil la sonrisa. Siempre de oreja a oreja. He visto esteladas,
sí. Pocas, pero algunas. Sin embargo no me encontrado con nadie que hiciera del
nacionalismo, incluso moderado, bandera y menos bandidaje. Sin duda, pese a
Pujol y no por él, ha sido un viaje asombroso.
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