Las modas actúan cual
torrenteras salvajes y arrastran a los medios que se ceban en sus torbellinos
noticiables. EREs, ébola y Pujol se alternan con cierta fascinación, tanta
que incluso produce tedio. Siguiendo
estas pautas, iba a escribir sobre el expresidente catalán; sobre la pregonada
denuncia contra el banco donde trabaja “garganta profunda”, tópico diseñado en
el caso Watergate. Sin embargo, esa historia debe desenredarse a través de un sumario
judicial, no periodístico.
En este país se otea un
futuro tan inquietante que el pretérito, aunque esté anegado de corrupción,
debe importarnos lo justo. Sin despreciar cualquier medida quirúrgica que
cauterice los desmanes atesorados en cuatro décadas, hemos de dirigir nuestro
interés y esfuerzo hacia aquello que nos espera. Por tal motivo, viene a
colación aquella pregunta prerrevolucionaria que se hizo Lenin a principio del
siglo XX: ¿Qué hacer? Aventurar una respuesta satisfactoria y probable resulta
bastante complejo, no solo por el objeto sino, y sobre todo, por quien debe
llevarlo a buen término: el pueblo.
La plebe rusa por
aquellas fechas padecía, esencialmente, una crisis social. El sistema zarista
-anclado en épocas remotas- abrió abismos irreconciliables en la estructura
nacional. Mientras una élite aristocrática vivía rodeada de lujos, la gran
mayoría penaba una miseria atroz. Lenin apeló al populismo cuyos primeros
balbuceos había formulado Marx y que años después proporcionarían cuerpo
doctrinal Habermas y otros sociólogos contemporáneos.
Bajo el auspicio de un
modelo teórico, Lenin supo inculcar al individuo la absoluta necesidad de
practicar un centralismo democrático. Combinando centralismo y democracia se
potencia la disciplina consciente, se admite el sacrificio de la libertad para
conseguir la máxima eficacia. Sus rasgos vertebrales son: libertad de crítica y
autocrítica dentro del partido; subordinación de las minorías a la mayoría y
las decisiones de los órganos superiores son vinculantes a los inferiores. La
realidad termina por imponer un totalitarismo tiránico. Ya ocurrió con el
leninismo, peronismo, castrismo y chavismo, entre otros.
Habermas, no
obstante, basándose en la “razón instrumental” de Adorno -como contrapunto a
los abusos de la “razón dominadora”- dedujo la “acción comunicativa” del
hombre. Esta senda de intercambio le llevó a enunciar su “democracia
deliberativa”, convertida en un instrumento complementario de nuestra
democracia representativa. Aquella adopta un proceso colectivo para tomar
decisiones políticas. Esta utiliza una razón economicista; es decir, un empeño
de bienestar personal. Por diversas razones, Habermas prefiere una concepción
republicana en lugar de un proyecto liberal. ¿En qué instante de ellas se
inicia la divergencia? ¿Dónde la convergencia?
España, esa seca
y malquerida piel de toro, se encuentra en un momento crucial. Sometida a una
profunda crisis general, necesita con urgencia un tratamiento de choque. La
putrefacción del sistema agrava en mayor medida la enfermedad multiorgánica e
institucional. Al escollo de los síntomas, se añade el proceder insolidario,
dogmático, lamentable, del ciudadano español. Analfabetismo político, dejadez e
intolerancia constituyen un eje en torno al cual gira todo impedimento.
Fundamentamos culpas en políticos y medios, pero pretendemos ignorar a quienes
conformamos la porción de corresponsables por apatía e inoperancia.
Entre los
defectos que arrastramos, destaca el individualismo, la falta de conciencia
social. Alejamiento y beligerancia eternizan la división insensata e
insuperable de amplios, a la vez que representativos, sectores sociales. Tal
constancia dificulta, si no reprime, restaurar la auténtica soberanía popular.
Nos dejamos arrastrar por filias o fobias generalmente irreflexivas. Observamos
con desagrado, asimismo, que al español de a pie le mueven las palabras en
perjuicio de los hechos. Pocos países de nuestro entorno incurren en el mismo error,
producto del dogmatismo e incultura. Toleramos sin ninguna objeción los
desafueros achacables a nuestros elegidos pero castigamos con rigor aquellos
fallos que perpetra el adversario.
Tamaño absurdo
lleva al individuo a decidir su voto por despecho. Poco o nada importan
programas, compromisos ni ofrecimientos. Al fin, caben únicamente sentimientos
preconcebidos sin que se dedique un segundo al análisis y subsiguiente
coherencia. Pese a las prospecciones electorales y efectos que ofrecen
sucesivas encuestas del CIS, no oteo ninguna fractura en el bipartidismo. El
suelo electoral del PP y PSOE se muestra propicio para lograr un bipartidismo
alternante, con matices. Se revitalizaría el sistema de alternancia pacífica
que concluyó infaustamente en la Segunda República.
No nos gustan
las viejas fórmulas políticas. Nos consume la corrupción, el desenfreno y la
injusticia. Nos harta la impunidad prepotente, casi lasciva. No obstante, nos
inquieta lo nuevo, lo desconocido, que provoca inseguridad a nuestro débil
individualismo. Dudo que Podemos sea alternativa real. Por lo dicho y por otros
motivos que iré desmenuzando la próxima semana.
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