Los
tiempos que nos corresponde vivir son similares a los que experimentaron o han de hacerlo -sin mediar
época- ancestros y descendientes. Como especifica el Eclesiastés, no hay nada
nuevo bajo el sol. Una ley cíclica rige toda ventura humana, asimismo
universal. En palabras del clásico, la vida breve (germen de percepción
fragmentaria, de exiguo empirismo) conduce a error nuestras lucubraciones. Tal
falta determina que casi todos los epílogos exhiban cierta orfandad
certificatoria. Somos eficientes formulando hipótesis que futuras progenies
deberán refrendar. Estudiosos preocupados por el análisis y resolución de los
conflictos sociales, fechas ha, enunciaron fondo y forma de estructuras e
instituciones para concebir una existencia menos infamante. Visto el escenario
actual, también ellos malograron sus empeños.
Con
el advenimiento de la Revolución Francesa, a finales del siglo XVIII, surge una
pléyade de filósofos y sociólogos cuyo anhelo es avanzar la sustancia de los sistemas
que predispongan al orden social. Hasta ese momento, el absolutismo dictaba las
relaciones entre monarcas y súbditos. “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”
encerraba un exordio indiscutible de articulación. ¿Quién se atrevería a poner bajo
sospecha legitimidad ni pragmatismo? Nadie, aun cuando el primer enunciado delate
falsedad y ausencia. A su vez, las posteriores democracias burguesas camuflaron
su rostro en expresiones seductoras pero huecas. Igualdad, libertad y fraternidad
ocultaban una realidad parecida al sistema anterior. Semejante pálpito acarreó
las diversas revoluciones de mil ochocientos cuarenta y ocho, ahogadas por la
misma burguesía subversiva que decenios atrás se conformara con permutar la opresión
monárquica por otra liberal. Aquí y ahora, el eslogan doctrinal (paradójico,
opuesto) pudiera sugerir: “Todo para una camarilla influyente bajo el soporte
de un pueblo soberano”. Añade sólo sarcasmo al reciente marco pleno de
refrendo, incluso aquiescencia popular. El poder pasa a manos de un clan menos
cerrado aunque igualmente dominador.
El
nuevo régimen -vencedor del obscurantismo y la vileza- empieza a desarrollar,
sobre todo, conceptos para mostrarlo ajeno a su arraigado precursor. Preocupa,
al parecer, una convivencia pacífica; yo diría secuestrada. Surgen individuos
que proyectan orientar, armonizar, poder y muchedumbre a la que engatusan con
vistosa envoltura: ciudadanía. Pertenecen a la élite burguesa. Por ello, e
incluso suponiéndoles buenas intenciones, conservan el germen de la discordia.
Su cinismo les lleva a identificarse con aquella famosa máxima lampedusiana:
“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Así,
entierran el viejo régimen y recrean otro similar con diferentes déspotas. La
plebe representa el papel intransferible de siervo, como antes. Cualquier ardor
revolucionario le reclama sacrificios, congojas, pero intuye la dificultad de
saborear sus cuantiosos frutos.
Fue
la Revolución Francesa, el nuevo planteamiento, quien inauguró la práctica
política. Se asentó sobre dos premisas: concepción e ideología. Dicen, se
subraya, que la política es un arte porque requiere inspiración, olfato y
oportunismo. Un concepto más genuino se inclina por definirla como rama de la
Moral que trata del empeño puesto para resolver una sociedad los problemas de
convivencia. Algunos opinan que su característica principal se reduce al uso
legítimo de la fuerza. Carl Schmitt considera que la política tiene en la
guerra su inmanencia. Nació cuando el hombre se hizo sedentario, allá por el
neolítico.
Marx
consideraba a las ideologías cosmovisiones que pretenden arrebatar al hombre su
libertad; convertirlo en parte de una masa que se pretende manipular y, si
triunfa, subyugar. Evidencian un encargo de control social, evitando que los
oprimidos perciban tal estado de opresión. En el régimen naciente toma cuerpo
la sociología del conocimiento. Ésta admite, como presupuesto básico, la
tendencia humana a falsear toda entidad en función del interés. Construye una
realidad al margen de ella misma y facilita la superposición de discursos y el
nacimiento de las utopías. Tan aclamada sociología, a cuyo fundamento se
acomodan diferentes doctrinas, acarrea la mendacidad y tiende al totalitarismo.
Napoleón,
en certera e inteligente frase, dijo: “Si pierdo las riendas de la prensa, no
aguantaré ni tres meses en el poder”. Pese a exquisitas declaraciones
deontológicas, los medios -con preferencia audiovisuales- colaboran con el
poder y su perpetuidad. Siempre que se intenta desacreditar un medio, suele
calificársele de sensacionalista. Le atribuyen un estilo indecoroso al promover
sensaciones viscerales con noticias de impacto. Javier Darío Restrepo mantiene
que el sensacionalismo acaba donde llega la prensa inteligente. Es un negocio
que permanece mientras haya ganancia. Sin darse cuenta se refiere a todo el
periodismo porque, de una forma u otra, cada vez más opera en abierta sintonía
con los gobiernos. Desde mi punto de vista, tiene parecida carga sensacionalista
quien logra adormecer utilizando la llamada prensa rosa que quienes publican
estas o parecidas noticias: “España pedirá en dos mil catorce un total de
doscientos cuarenta y cuatro mil millones de euros; un diecisiete por ciento
más que en dos mil trece”. ¿Nos encontramos a las puertas de sucesivas
convocatorias electorales?
Poco
importa la forma, interesa sólo el alcance. Desde esta perspectiva,
sensacionalismo y tremendismo dibujan los mismos rasgos y propósitos. Sin
embargo, el segundo lo hace cargando tintas; como dicen en mi pueblo, a la
tremenda. Aquel informa pero destaca cuantos matices alimenten el morbo del
lector. Este se regodea en comentarios angustiosos al acentuar los aspectos más
crudos de la vida real. Tremendismo es la depuración de la UDEF y la cúpula de
Hacienda. También tolerar el acto de Durango, paños calientes incluidos, por
parte del ministerio correspondiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario