Mientras mis nietos, matamoscas en
ristre, pretenden aniquilar los insoportables insectos (misión ilusoria), yo
busco respuestas. No inquiero, ni mucho menos, por qué los veranos -más si son
tórridos- se definen por sufrir tan agotadora compañía. Poco importa el calor,
la somnolencia plomiza o las corrientes refrescantes pero dañinas. Sólo una
reseña se repite invariable en la diversidad estival: las moscas. Constituyen,
a nuestro pesar, la esencia del verano. Lejanos recuerdos de estos meses, concluyen
por revivir pesadamente aquellos tiempos de miseria, de jóvenes tumbados -al
sesteo, con extraños pantalones de pana, pena y remiendos- bajo, o al amparo
de, sombras escasas, mínimas, que formaba las baja fachada unifamiliar. Y
moscas, muchas moscas.
Los hábitats sufren la acción dinámica
del tiempo. Cambian el aspecto físico; también el biológico. Lo que hoy existe,
mañana evoluciona incluso desaparece. Tábanos (sin segundas lecturas) que
hacían su agosto, nunca mejor dicho, martirizando asnos y mulos, ahora casi se
han desvanecido. La maquinaria agrícola les ha llevado, por poco, a su extinción, al menos en este
ecosistema. Sin embargo hay seres y especies inmunes a los cambios, sean estos
tranquilos o enquistados en transformaciones sensacionales. Ligado a mis
raíces, la configuración del pueblo -pasados setenta años- dio un cambio
excepcional. De igual manera, el arado romano trocase en maquinaria de último
grito. La agricultura convencional y casi de subsistencia pasó a ser
productiva, orgánica, técnica y sostenible.
España ha experimentado una
transformación espectacular. Según cuenta la historia, un siglo ha sido
suficiente para evolucionar desde aquella sociedad antañona, sometida e injusta,
a otra, moderna, cultivada e independiente. La injusticia, la falta de equidad,
potenciaba la sangría del proletariado, asimismo la incipiente clase media,
sobre todo en la guerra contra Marruecos. Hoy, un ejército profesional
salvaguarda la integridad física del pueblo. Del aislamiento y demérito
internacional, hemos pasado a formar parte constitutiva de todos los
organismos; si bien -en ocasiones- con menor peso específico del que nos
correspondiera por magnitud y calidad, aun democrática.
Hay, sin embargo, una especie, una casta
superviviente de cualquier tiempo y metamorfosis. Son los políticos, únicos
seres que han sabido adaptarse a todos los procesos más por instinto que por
valía adicional. Semejante mérito o demérito no puede atribuirse, en especial,
a consistencia cínica ni a dones mágicos. El individuo (actual contribuyente)
ha conquistado cotas de ventura física, económica; aun cultural. Sigue, en
cierto modo, amaestrado. Adolece de defectos, de deficiencias democráticas, que
le impiden enfrentarse al poder. Se muestra agarrotado por complejos
ancestrales. Le sucede como a las viejas hetairas que, una vez perdido el vigor
juvenil, dejan de ser putas para convertirse en madamas de lujo. Que cada cual
asuma su alícuota parte de culpabilidad y de vergüenza, si le queda.
Lo expuesto hasta aquí, deja de ser
fruto ocurrente de un analista ad hoc; quimeras calenturientas acomodadas a la
estación. Como suele admitirse, una serpiente de verano. Ortega y Gasset, al
final de la primera década del siglo XX, escribía: “El problema no consiste en
que estas o aquellas gentes se hayan revuelto contra la autoridad del Poder
Público, sino en que, con tal motivo, hemos descubierto los españoles que el
Estado carece de autoridad positiva para hacer frente a las fuerzas
disgregadoras”. ¿Escribiría lo mismo, si viviera, tras los desórdenes
efectuados por ciudadanos furiosos, independentistas o antisistema en general?
Sin sobra ni falta de una coma.
Llamaba “señoritos de la Regencia” a los
políticos que surgieron tras la restauración monárquica y que fraguaron el
corrupto sistema de la alternancia pacífica del poder. “Piensen los españoles
dotados de serenidad y reflexión si no es un crimen dejar en vano deslizarse
los minutos, si no es un deber de suprema conciencia social estar prevenidos y
juntos -lejos de toda carroña oficial- a fin de encauzar noblemente,
humanamente, las iracundias de un pueblo desesperado”. ¿Les suena? Pareciera un
loable ejercicio vaticinador exacto e inservible. Tras medio millón de muertos
y más de treinta años de dictadura, los señoritos de la Transición (al igual
que los de Regencia) han alterado todo para que nada cambie. Cien años de
estúpida expectativa. No creo que la estimación de Ortega por los políticos,
hoy, fuera distinta a la de mil novecientos diecinueve. Tampoco es que sus
inexistentes ideas anarquistas le llevaran a provocar juicios tan severos.
Antes bien, su carácter armonizador y sus fundamentos filosóficos le hicieran
manifestarse con mesura e indulgencia.
“La corona no puede vivir segura mientras
las instituciones políticas no vuelvan a gozar de normal prestigio”. Actualmente,
habría que añadir o interrogarse por el ascendiente de la propia institución
real; desacreditada a causa de pretéritas gestas poco edificantes. “No hay en
la política española ni organismos ni fórmulas que puedan inspirar a las gentes
respeto, ni sean capaces de rodearse del prestigio necesario”. Podemos entender
estas palabras como un reproche a la corrupción, a la paranoia oficial y a la
falta de legitimidad política. Ante un marco parecido hoy, y después de lo
escrito por Ortega, yo sólo puedo decir: amén.
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