Uno, a lo largo de su
vida, se da perfecta cuenta del relieve que despiertan las cosas insignificantes.
Cual amuleto o talismán, marcan principios de vida: “La felicidad se encuentra
en las pequeñas cosas” o corolarios filosóficos: “Conocemos la verdad a través
de las pequeñas cosas”. Sentencia tan deseable como aquella implica un
sentimiento humilde, cristiano, casi fatalista. Este parecer agudo muestra el itinerario
claro entre lo inteligible que nos lleva a la verdad subjetiva y lo ininteligible
que desemboca en la fe como refugio, incluso emancipación. Tal corolario no determina
una paradoja sino que distancia el absurdo.
Este artículo,
incluyendo epígrafe, me surgió el domingo -día tres- cuando volvía de Madrid a
Valencia. Justo a la altura del Castillo de Garcimuñoz, atrincherado en el pretil
del puente que enlaza el pueblo con la autovía (a las cinco y media de la tarde),
un radar móvil de Tráfico, “dejándose ver”, velaba por la “integridad” del
viajero enfilando toda una recta sin peligro potencial alguno. Luego hablan de
Seguridad Vial, Ley que sirve de excusa para sangrar (ocultos e indecorosos) el
exangüe bolsillo ciudadano. Es una rastrera providencia recaudatoria, sin más;
los hechos así lo avalan. Al tiempo, contribuye en su nimiedad a descubrir -por
enésima vez- la desfachatez política y la falta de crédito gubernamental del
PP, ahora.
Rizar el rizo siempre
es contingencia factible y donde cree el individuo haber conocido lo sumo, amanece
otra jornada protagonista de algún caso grotesco, quizás irritante. Hoy ha sido
una de ellas. A primera hora saltó la noticia: Bárcenas pone una querella al PP
por “maltrato laboral”. Poco después, y con sordina, el PP demanda a El País (y
al autor de los documentos publicados) por vulneración del derecho al honor; concepto
tan patente como el mismísimo sexo de los ángeles. Los medios, sin embargo, saturan
informativos y debates con estas chorradas, erigiéndose en cómplices necesarios
de la nadería. Como estamos prestos a mirar el dedo que señala la luna, nos
toman por imbéciles (probablemente lo seamos) al tiempo que asientan una
realidad folletinesca y cochambrosa. Permutan esencia y accidente.
Ruiz-Gallardón (desde
el comienzo de su andadura ministerial, al parecer) tenía previstas dos aspiraciones.
La de menor calado surgió hace unos meses. Quiso subir las tasas judiciales
para agilizar una justicia lenta; coyuntura debida, en sus palabras, a un
exceso de sumarios. Esta medida atrajo trámites onerosos, vedados al común, recreando
-por consiguiente- una justicia inicua, elitista, discriminatoria. Injusticia por
injusticia, para acelerar los litigios es preferible abreviar aquella porción que
viene vertebrándose en frivolidades o pruritos quebradizos; inmensidad cuyo acucioso
fallo excluiría desequilibrios y afrentas notables. Los jueces no están para
satisfacer ridiculeces nacientes o fatuas disputas. Una vez más, el ejecutivo,
don Alberto, tuvo que retornar un viaje iniciado.
Rajoy, cual moderna
Penélope, desteje un día lo tejido el anterior. Su propósito difiere bastante de
aquel empeño que ingenió su modelo para mantener intacta la fidelidad prometida.
Nuestro presidente, desleal contumaz, brinda hoy, entre varias sugerencias, facilitar
la manida lista de defraudadores para negarla mañana. Juega con las reacciones
porque sólo le interesa el envase. Importan poco los contenidos. Distinto es
que la propaganda airee ciertas imposiciones foráneas como atributos innatos en
beneficio de España, amigando virtud y necesidad. Vistos los actuales
acontecimientos, semejantes patrañas convencen solamente a bobos solemnes; especie
autóctona abundante en esta piel de toro que tanto nos ocupa e inquieta.
La corrupción (esa minucia,
a juzgar por la presurosa disposición en combatirla mostrada a lo largo de
treinta años) inquieta ¡por fin! a PP y PSOE. De momento muestran cierta
afección para desarrollar, sin prisas, leyes que agraven las penas a los
culpables. Nuestro CIS descubre que, tras el desempleo, viene la corrupción
como segundo escenario de zozobra ciudadana. Tal puesto en el ranking
sociológico obliga a ambos a abandonar esa distracción pueril de lanzarse
dardos, con mayor o menor calibre pero incruentos.
Estas pequeñas cosas, y
otros pormenores que dejo a cargo del amable lector, acarrean una impresión: mantenemos
entre todos un gobierno inepto. Si analizamos la eventualidad económica que
debe dilucidar; el contexto institucional que ha de corregir; la separación de
poderes a la que se ha de enfrentar para garantizar el Estado de Derecho y regenerar
la Democracia (con mayúscula), usamos la fe porque su viabilidad no encaja en
la razón, es una hipótesis ininteligible. Con estos partidos mayoritarios,
alternantes y acodados a nacionalismos excluyentes, no tenemos arreglo. ¿Qué
quién lo afirma? La rutina de las pequeñas cosas.
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