Creía conocer, junto a millones de
compatriotas, la situación económica (asimismo moral) en que nos encontramos.
Sin duda consumaba un error notable. Al parecer, la zozobra, probablemente
desesperanza, lleva al hombre a cometer o propiciar acciones inéditas,
malsanas, casi pecaminosas. Cuando se pierde de vista el horizonte aledaño,
cuando buscamos respuestas ajenas a un acontecer ordinario, próximas a esa fe
que nos mueve al sosiego incluso a la redención, el individuo -acéfalo,
desarbolado el aparejo- naufraga, hace estupideces. Viene siendo norma rancia en
el espécimen humano.
Madrugadora, esta noticia constata mi
tesis de que la esencia del individuo se llama libertad, no razón. Sólo así
puede entenderse que tenga relevancia y preocupe al análisis social hasta el
punto de ser materia estadística. Según un estudio de Cambridge University
Press, el veinticinco por ciento de españoles estarían dispuestos a no realizar
sexo durante un año (verdadero periplo eremítico) a cambio de aprender inglés. El
sesenta y cuatro, prefieren pagar diez mil euros por una pastilla que les
produjera el mismo efecto. Suponen, unos y otros, que tal idioma (cual bálsamo
de Fierabrás) es remedio estándar, que sirve igual para un roto que para un
descosido. La lengua, amigos míos, ayuda pero no debemos tasar su eficacia más
allá de lo razonable. Ojalá fuera llave maestra que abriera cualquier acceso al
mundo laboral.
El estupor inicial (la reseña supone un
órdago a la lucidez) fue dando paso, abiertos los sentidos tras la catatonia
primigenia, al acreditado alcance de la crisis en que estamos inmersos. Jamás
pude imaginar que un marco material, penoso donde los haya, llevara al desbarre
emitido. Seguramente mi examen fuera anodino e insolente. Deben concurrir estos
factores para explicar un comportamiento, a tenor del estudio, que perturba mi
capacidad comprensiva y me lleva a conclusiones ayunas de reserva. Acepto la
existencia de posibles lastres conceptuales que puedan desvirtuar considerandos
y calificativos.
Hasta el momento, la interacción que se
ofrecía entre idioma y sexo -siempre contraria a actitudes abstencionistas-
procedía de un común léxico grecorromano. Francés y griego constituían el
soporte lingüístico de la práctica erótica o deleitable (escapan a mi
instrucción, con escaso bagaje, otras erudiciones de procedencia indefinida y excluidas del didáctico kamasutra). Tanto en épocas
de bonanza cuanto en sus opuestas plenas de rigor, acudir a la vorágine
léxico-libidinosa pertenece a ese encuadre que todo adulto procura a lo largo
de una vida que algunos, ayunos de optimismo y ecuanimidad, califican de perra.
Desconozco si tal esfuerzo taxonómico se hace por alcance simbólico o
arrebatados por un laberinto epicúreo.
Al parecer está en desuso, quizás no lo compense,
compaginar aprendizaje y denuedo por tierras de la pérfida Albión, Irlanda u
otro dominio anglófono. Es probable que continencias o alternativas sean
caminos idóneos para trasegar esa adversidad incómoda de aprender un idioma
como apuesta laboral. Si no satisficiésemos plenamente nuestro objetivo, el
ensayo habría mostrado -en términos más o menos exactos- qué recursos totaliza
un año de abstinencia carnal.
Los resultados estadísticos no aclaran
si los encuestados son célibes. Tampoco si su fortaleza financiera sobrepasa la
media. Las cifras, en principio, manifiestan cierta inclinación por la entrega
al placer a costa del patrimonio. Pareciera, pues, que el orden clásico debiera
establecerse así: salud, amor y dinero; suponiendo que amor, como alguien
advierte, quiera decir sexo. Es evidente recelar la juventud de la muestra.
Ningún jubilado, inclusive muchedumbre entrada en años, debe encontrarse en esa
terrible tesitura de acoquinar diez mil del ala, salvo dieta genital, a fin de
conseguir una herramienta imprescindible, conjeturan, para encontrar trabajo.
Corrupción, desafueros independentistas,
justicia cara y feudataria, desvertebración social, crisis degradante, etc. van
perdiendo entidad, a poco, si se comparan con el esfuerzo titánico que deben
realizar nuestros jóvenes, vacíos de bolsillo y en permanente hervor unos
instintos que permitan la pervivencia de la especie humana.
Nosotros, cuando fuimos mozalbetes, nos
alimentamos de carencias, represiones morales, tabúes. “Peccata minuta” con la
sombría carga actual. Nosotros, ya mayores, perdidas lozanías y pasiones, si
fuera preciso nos situaríamos en el sesenta y cuatro por ciento; es decir, en
el grupo de los diez mil. ¿A que sí? No nos va a arrugar una pastilla de más.
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