Es costumbre arraigada, en este país
volcánico, empezar cada año deseando buenos augurios a familiares, amigos y
conocidos. Si bien las predicciones se adivinen pésimas, aunque el común sienta
un horizonte sombrío, todo individuo consume animosas dosis de superación.
Pareciera un ritual necesario en lugar de una simple pauta gentil. Hay lenitivos
menos eficaces que también curan, pues cualquier enfermedad humana (incluyendo
la desesperanza) tiene un componente psíquico. No obstante, prensa escrita,
digital y telediarios, continúan ofreciendo reseñas en las que reina una gran corrupción
que agrava la quiebra económica. Apenas queda impoluta alguna institución del Estado.
Los tres vocablos que constituyen el
epígrafe son sinónimos de ley; cada uno con su matiz diferenciador. Función de
la regla es dirigir y ejecutar una cosa. Se aplica la norma cuando nos dan
pautas de conducta con el objetivo de mantener un orden. El reglamento conforma
principios jurídicos de carácter general dictados por la Administración Pública
u otros órganos del Estado. Según el lexicógrafo José March, las reglas se
refieren a las cosas que se deben hacer y los reglamentos al modo como deben
hacerse. Guardan rigurosa relación con el derecho natural y primitivo,
respectivamente. Aquellas son más indispensables pero más frecuentemente
violadas porque estimulan los pormenores de los reglamentos sobre las ventajas
de las reglas. Parsons mantiene que un sistema social debe alcanzar estabilidad
a través de la disciplina. Con este anhelo aparece la norma que implica
prohibición y, en puridad, afecta sólo
al ciudadano.
Regla, norma y reglamento presentan, asimismo,
diferencias meticulosas cuyo conocimiento (quizás desnaturalización) permite
una salida tangencial al poder de turno en sus diversas manifestaciones o afanes.
Esta circunstancia posibilita explicarnos qué sutilezas arguyen quienes se
saltan a la torera una legalidad que, ilegítimamente, suele segregar a dignatarios
y ciudadanos de a pie. Disculpa, por el mismo criterio, todo trinque, traspaso o
sinecura.
La sociedad española está anegada de
sentimientos contradictorios. Percibe, con claridad histórica, el latrocinio
consuetudinario del poder durante siglos. Lo curioso, aun admirable, se da
cuando el individuo acepta, consiente, tal escenario como mal menor; un peaje
que ha de abonar por la “tutela” obtenida. Censura, reprueba a la menor
ocasión, todo aprovechamiento personal o partidario. A poco, la ira cede paso
al extravío que lo convierte en corderillo débil y tímido; presto a participar
en el cuatrienal protocolo democrático. Alimenta, inconsciente, una dispendiosa
farsa de decenios. Imitando la célebre sentencia: “el rito no hace al monje”.
Me exaspera que nos esquilmen con
impuestos, apesta que se evaporen -para “compensar” sus esfuerzos- en manos de
casi todos los políticos, por no decir todos y ubicarme junto a las antípodas de
quien se escandaliza por una generalización evidente, que responde a la realidad.
Sin embargo, supera mi disposición de aguante el hecho frecuente de que un
responsable gubernativo, sindical, judicial o universitario (es el caso), invoque
cualquier elemento de los que intitulan estos renglones como fuente del dictamen.
Acudir además al cinismo oportuno, invitarnos a comulgar con ruedas de molino, representa
desde mi punto de vista una indignidad extraordinaria. Apoyar decisiones
trascendentes en el exquisito cumplimiento de códigos éticos, cuando se
transgreden según los casos, llega a ser un trámite deshonesto.
Políticos y prohombres diversos,
atesoran bienes crematísticos o morales ilícitos burlando todo límite que les
imponen leyes, reglas, normas y reglamentos. Desconocen cualquier barrera que a
los demás se les exige. Acaparan y mantienen privilegios que se consienten
únicamente a élites privativas. Para ellos no cuentan restricciones; sus
caprichos generan legitimidades, también soportes éticos y estéticos. Mientras
el común de los mortales debe constreñirse a la regla, ellos utilizan válvulas de escape toleradas por
la conciencia ciudadana.
Alabo la sabiduría popular que se ha
cimentado, desde tiempos remotos, por tradición oral. Si alguien proyecta
saltarse la ley e intenta exonerar este marco de ruptura, en mi pueblo acostumbran
a contestarle con retintín: “Vale, no me vengas encima con reglamentos”. Puya
sana lo de mi pueblo.
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