Calientes aún los rescoldos (y actuando
contra mi habitual distanciamiento para objetivar el foco del examen) trenzo
los siguientes renglones, no ya sobre la huelga sino diseccionando gestores,
motivos, tácticas, servidumbres e impudicias. El epígrafe desea mostrar lo
denigrante que es un relato en el anacrónico marco de avasallamiento
liberticida que nos invade a veces. Me lo comentó uno de mis hijos, asqueado,
tras verlo en la tele. Unas jóvenes ociosas tomaban un reparador refrigerio a
la intemperie bonancible de cierta terraza. A poco, el escenario se llenó con
la presencia incómoda e ingrata de eso que se le ha dado en llamar “piquetes
informativos”. Desconozco si medió palabra o no (indiferente para calificar el
hecho), pero una “piquetera”, atiborrada de sinrazones, vertió sobre el testuz
juvenil de una de las chicas, que optaron por huir silenciosas ante el trato
amistoso, el resto del líquido nutrimento. Indigna e insólita práctica informativa.
Constituye un atributo estándar de la Huelga General. Luego proclaman,
mordaces, la manipulación de los medios audiovisuales.
El diccionario de la RAE revela que indigna
significa “que es inferior a la calidad y mérito de alguien o no corresponde a
sus circunstancias”. El caso expuesto en absoluto puede considerarse aislado ni
extraordinario; anecdótico como algunos apetecen enjuiciarlo. La columna
vertebral de estos informadores no la dotan filólogos y, menos, retóricos. Se
llaman piquetes, ¿verdad? Si tuvieran otra función diferente a la coerción se
les denominaría, verbigracia, “peritos del verbo”, “profetas de la concordia”,
quizás “maestros de la convicción”. Aunque el adjetivo suavice las formas, el
sustantivo atrae un sinfín de
inquietudes. Las atrae y las materializa. Simple y evidente, ¿o no?
Los defensores de estas actitudes
(progres de boato y elevado estipendio) aducen la necesidad como contrapeso
virtuoso. Mantienen capciosamente que es el empresario quien fuerza la
situación con amenazas tácitas de despido como respuesta al denuedo
irresponsable de secundar una huelga atentatoria e inoportuna. Justifican a la
contra el cometido de los piquetes; visten de virtud su debilidad argumental.
En cualquier caso, no puede legitimarse un escenario claramente opresor,
vandálico, para atajar supuestas injusticias que tienen su asiento y réplica en
la legislación actual. Semejantes consideraciones validarían hipotéticos grupos
de defensa ciudadana ante casos graves, de inseguridad o proporcionalidad, que
sí atenúa el código penal. Al final legitimaríamos la ley de la selva.
Los sindicatos UGT y CCOO,
corresponsables de la actual situación económico-laboral de España, se permiten
ofrecer soluciones cuando han ocupado siete años en acrecentar el problema.
Alcanzan el clímax del descaro. Ese desaforado afán de convertirse en veletas
de la opinión, según venga la dirección del poder que los impulsa, les hace
arrostrar un crédito cada día más exiguo. Terminarán por desarmarse ante un
mundo laboral moderno, ajeno al del siglo XIX, a quien dirigen métodos y
eslóganes anclados en la vetustez vana. Ellos, que sí se han adaptado al
moderno sindicalismo europeo, no son capaces de explicar la nueva entraña
burocrática del sindicato a un trabajador, o parado, al que siguen considerando
dogmático o necio. El temor los ciega y la contingencia de la incomprensión los
paraliza.
El personal, no obstante, ajeno a sus
vigilias para atesorar subvenciones, sabe que detentan un patrimonio
inmobiliario que no se corresponde con las propiedades anteriores a mil
novecientos cuarenta; que CCOO carece de derechos históricos para ocupar
ninguna sede; que se les exonera de múltiples impuestos, tasas, permisos y
otros pormenores correosos para el común de los mortales; que reciben
cantidades inmensas, directas o excusadas tras biombos más o menos pertinentes;
que el organigrama democrático y la claridad, que ellos exigen a los demás,
suelen brillar por su ausencia; que, en fin, se solapan con el poder (alabando
ciertas preferencias) que exprime y sojuzga sobre todo al trabajador, ese
sector que hoy configura la clase media.
Méndez y Toxo, o viceversa, cuando
atacan al gobierno cometen una injusticia y cuando lo hacen a los financieros
consuman un brindis al sol. El sindicalismo no debe agredir a nadie, tiene que
defender a los trabajadores. Esta diligencia, hoy por hoy, la ha dejado para
mejor ocasión.
La huelga general siempre es política,
revolucionaria. Pretende desgastar un ejecutivo, derrocar un gobierno;
complementar, cuando no suplir, la función de los partidos. Se ha convertido en
apéndice vermiforme; es decir, algo perfectamente inútil, molesto y eliminable.
No puede alinearse con la apología de algo o de alguien. Es un trasfondo pleno
de ribetes indignos.
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