En la película Forrest Gump, bajo la
penumbra silenciosa de cualquier cine, pudo oírse: “tonto es el que dice
tonterías”. A su pesar, discrepo profundamente. La palabra abandona al
mensajero desnuda, sin acepción. Pudiera compararse a una onda
electro-magnética que se convierte tangible, corpórea, en ese receptáculo audiovisual
cuya oferta la ciencia vuelve casi vetusto de forma inmediata. Tal es el
avance, que la primicia parece enseguida algo arcaico, superado. La tontería
(digo) toma cuerpo, proclama su existencia, alardea de identidad, al momento
mismo en que el individuo le concede carta de naturaleza, precisión y beneficio
semántico. Por tanto, quien acapara todo protagonismo expresivo (apoderado infeliz
en este caso) es el receptor que la bendice con sorprendente entusiasmo.
Mas, borracho de épica, quiere emular a
su tocayo rey ficticio. Gustaría gobernar sin perfiles, limpio de extremos, con
formato redondo; a la usanza de aquella tabla donde el soberano sentaba a sus
pares. Se ha pasado de rosca, no obstante. Ni él está orlado de majestuosidad,
ni sus consejeros son caballeros, al menos desde esta concepción novelada. En
el fondo, ha perdido ese adminículo llamado tuerca que hace imposible toda
comprobación eficiente. Así la rosca queda libre de cualquier control
cualitativo o empírico. El encumbrado político, soberano sin trono, ha
desgranado el programa electoral abarrotado de fantasías más que de pretensiones.
Debe saber qué siembra y maliciar qué frutos recogerá.
La sola relación de objetivos supone, a
priori, confianza extrema si no excéntrica ocurrencia. Quizás estratagema evasiva.
Creación de sesenta mil nuevas empresas, déficit cero, situar las universidades
catalanas entre las doscientas mejores del mundo, tasa de paro equivalente a la
media europea, etc. reflejan algunas medidas del alegato. Constituyen las
ofertas posibles. Otras ocupan holgadamente el dominio de lo milagroso: reducir
al cincuenta por ciento los muertos y heridos graves en accidente de tráfico
(no se menciona la hipoteca a favor de San Cristóbal), aumentar en cinco puntos
la tasa de supervivencia del cáncer y, sobre todo, elevar un cinco por ciento
la esperanza de vida de los catalanes. ¿Alguien puede desear más de lo que brinda
Mas?
Samuel Butler decía: “Si en el mundo no
hubiera más tontos que pícaros, los pícaros no tendrían de quién aprovecharse
para vivir”. Aseguro que el amable lector sabe desglosar a tontos y pícaros en
el caso expuesto. Es el último en los arrabales patrios y destaca por su
contenido insólito. Adosada a él camina la incredulidad e incluso, en mayor
medida, la esperanza. Arquímedes apuntó que la esperanza es el sueño de los
tontos. Se asienta poco a poco una ilusión putativa (sinónimo ruidoso de
postiza) que conlleva justo castigo a quien apetece timar al individuo con tan
burdas propuestas. Me gustaría escuchar, en silencio, decir a Mas el veintiséis
de noviembre, tras un sonado chasco electoral: “y el tonto soy yo”.
Por suerte o desgracia, las tonterías
carecen de patente. Incluyen cualquier sigla, acompañan sin rubor a gobernantes
y prebostes autorizados. El PSOE las apila con deleite porque precisa un verbo
torrencial, degradado por siete años de despropósitos. El PP le va a la zaga
acortando distancias. Por eso hablan poco y no explican nada. Temen hasta al
silencio. Este marco abre el apetito retórico a los ministros que cabalgan a
lomos del recelo. El señor Fernández Díaz nos regala el mayor porcentaje de
¿cómo lo diría?... dislates, al anunciar que el ejecutivo no va a negociar con
ETA a cambio de liberar presos o, en su caso, impulsar la ilegalización
sobrevenida de BILDU. La ministra Báñez aprecia ya “brotes verdes” con otra
expresión. ¿No creen que dichos y hechos están separados por distancias
astronómicas? Sospecho que las elecciones en Galicia y País Vasco harán
permutar de campo a los tontos.
¿Por qué es tan amplia la esfera
adscrita a las tonterías? Solemos encontrarlas en altas instancias, sindicatos,
patronal, deportistas, cómicos, etc. Mención especial merecen los medios
audiovisuales, destacando la televisión. Este cotejo no me produce placidez ni
entusiasmo porque, como señala el adagio popular: “manden unos, manden otros,
los tontos siempre somos nosotros”.
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