Ludwig von Mises, practicante de un
liberalismo casi libertario, aseguraba: “La corrupción es un mal inherente a
todo gobierno que no esté controlado por la opinión pública”. El mensaje es tan
palmario que sólo una mente dominada por la irracionalidad del dogma puede
negar su justeza. A tal efecto, todo poder social se mece en cuna democrática,
pero ambiciona controlar, paradójicamente, los medios de comunicación. La
corrupción, capaz de depravar y pudrir el sistema, alimenta su lactancia con
proceder inofensivo, inocuo, envileciendo la conciencia del ciudadano. Cuenta
con la colaboración necesaria de informadores que abandonan cualquier adeudo
deontológico y se avienen a un alquiler infame.
Cuando la crisis económica aprisiona al
individuo, muerde su cuerpo y (de forma lacerante) su alma, surge poderosa una
vehemencia rebelde, dispuesta a afianzar actividades que neutralicen sus
efectos dramáticos. Conforma, sin duda, un terreno fértil, idóneo para que la
corrupción emerja pujante, imparable. Asimismo potencia su exuberancia con ese
fertilizante eficaz que genera el relativismo moral dominador. Políticos
indigentes han cocinado al amparo de una torpeza manifiesta o, peor aún, de una
gula viciosa, el escenario perfecto para jugar impunemente con formas y leyes.
La colectividad (formada por
contribuyentes, desaparecido el ciudadano) sufre a diario un atracón de
noticias, relatos, -tal vez experiencias- en que el soborno u otra
manifestación pareja sea fenómeno recurrente. Lo que llega al conocimiento
común constata ese epílogo generalizado de “ser únicamente la punta del
iceberg”. Los desgraciados sucesos que cercenan de tarde en tarde el sosiego
humano, nos dan pautas fehacientes para sospechar la magnitud real de tal
corrupción, que suele vestir diferentes ropajes. Noel Clarasó, genial humorista
del pasado siglo, pone al descubierto una de las imaginadas vestimentas al
advertir: “Un hombre de Estado es el que pasa la mitad de su vida haciendo
leyes y la otra mitad ayudando a sus amigos a no cumplirlas”.
Bancos y Cajas, otrora dadivosos con
dineros ajenos, están empeñados desde hace meses en crear una atmósfera
irrespirable, donde los desahucios elevan el vértigo a categoría, a vocación.
Al parecer, desde dos mil ocho se han producido cuatrocientos mil. El Banco de
España, que no puso freno a la paranoia general; las entidades financieras, con
voraz apalancamiento y el sujeto, alegremente hipotecado, son corresponsables
de la situación actual. Ninguno quiso poner fin al endeudamiento familiar que
superaba con creces el cuarenta por ciento de su renta, porcentaje lindero para
evitar sobresaltos. Sin embargo, los efectos no son compartidos. El staff del
Banco Nacional se va de rositas, Bancos y Cajas son rescatados con el aval de
todos; el deudor moroso (ya quisiera poder sufragar su carga) lucha en
solitario contra la miseria y la vergüenza.
Dos conciudadanos, hombre y mujer, se
han suicidado bajo la amenaza del desahucio, en principio. Carecemos de datos
para ligar con firmeza hechos, legales pero antisociales, y secuelas luctuosas.
A pesar de las correcciones puestas en marcha con celeridad, los políticos
-como siempre- reaccionan tarde. Me encuentro indeciso entre calificar tal
decisión como un testimonio auto inculpatorio o resultado de un gesto digno. A
su pesar, los suicidios ocupan la conciencia de la élite. Para los ciudadanos
corrientes constituye una desdicha no poder aconsejar, a sus compatriotas
extintos, con las palabras de Michel Cioran: “No vale la pena molestarse en
matarse porque uno siempre se mata demasiado tarde”. Esperemos que esas muertes
traigan crónicas venturosas en un futuro cercano.
Comenzamos noviembre con cuatro chicas
jóvenes cuya vida se llevó un Halloween de terror, multitudinario y extraño,
envuelto en la vorágine, el vértigo y la corrupción. Pudieron evitarse, pero el
pánico (siempre a flor de piel, acrecentado por el marco que nos agrede)
obnubiló juicios y las presuntas corruptelas y ruindad moldearon un
comportamiento calamitoso, punitivo. “La tiranía totalitaria no se edifica
sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas”
precisó Albert Camus. Seguramente se refiriera no a los sistemas sino a las
actitudes humanas porque, en aquella época, la maldad del totalitarismo era
obvia. Descubrir al tirano, que antoja
vidas y haciendas, es complejo en un régimen de libertades porque se enmaraña
y solapa con él. El demócrata debe denunciar cuanto error se cometa para evitar
actitudes opresoras, pero por lo mismo debe concebir corrupción, vértigo, etc. remediables;
todo menos la muerte.
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