Utilizamos el vocablo que
abre estos renglones, acaso sus múltiples derivaciones, cuando apetecemos
referirnos a algo o alguien que exhala un olor penetrante y desagradable; en
ocasiones, de forma figurada, para señalar sutilmente algún asunto -por lo
general referido al escenario político - que apesta (de ahí el paralelismo) a
escándalo, e incluso corrupción. Los últimos tiempos se han caracterizado por
un tufo permanente, tanto que puede considerarse su característica principal.
El tándem Zapatero-Rubalcaba inició la segunda era socialista, tras el horrendo
atentado, practicando un extenso rosario de indignidades; escarneciendo las
formas democráticas con el empleo de embustes, artificios, maniobras
antiestéticas e incumplimientos, para dar respuesta a ambiciones personales y conseguir
dividendos espurios. Surge así un código legal, pero apestoso, de hacer
política.
No suelo ver televisión y cuando lo hago
sintonizo la Cinco, para ver el telediario, e Intereconomía, en los debates
político-económicos nocturnos: Previa a su desaparición, me resultaban originales
aquellos que, al mediodía,
conducía García Campoy en Cuatro. Aplico
mi libertad ciudadana, cada vez más encorsetada, para elegir programa dentro de
una amplia oferta televisiva. Aprovecho la ocasión ya que el poder aún permite,
realmente, satisfacer este derecho privativo de regímenes democráticos y que a
este paso, en España, termina por representar una gozosa licencia otorgada de
forma arbitraria. Televisión
Española, esa que sufragamos con largueza, nos vende objetividad e independencia
cuando, contrariamente al reclamo, es el medio propagandístico por excelencia;
a imagen y semejanza de los ruinosos canales autonómicos, o viceversa.
Días atrás, al alba madrugadora, iniciaba
jornada sorbiendo las primeras noticias junto al sobrio desayuno. Extrañamente
era la cadena pública (TVE) quien colmaba mi curiosidad. El presentador de
turno desgranaba los titulares, reiterativos con matices, formulados por toda
la prensa escrita nacional, excepto un diario: La Gaceta. Ni puedo ni
quiero asumir ningún papel defensor. Mi vocación de abogar causas perdidas
(lucha desigual contra los elementos, a veces no meteorológicos), si
ocasionalmente la tuve, hace lustros abandoné. Sí quiero, porque es mi estilo y
además me lo pide el cuerpo, hacer una reflexión en voz alta. El inicuo
silencio que propició televisión española, supuestamente gestada para cubrir un
servicio público, puede interpretarse como una manera incruenta de desaparición
física; una alternativa "humanizada" de acallar a quien nos disgusta
o estorba. Se mire por donde quiera, muestra demasiadas afinidades con el
método utilizado indistintamente por Hitler y Stalin.
Sé que el último punto se tasará exagerado, improcedente, incluso fruto
de desvarío mental. Sospecho que algunos, presos del dogma, me tildarán de
facha, fascista, etc., etc., epítetos que se han acostumbrado a lanzar (más
bien arrojar) a los disidentes para, a contrari, adquirir ellos carta
democrática, por otra parte tan precisados de tal etiqueta. Sólo necesita
acreditar determinada identidad quien carece de ella. Sin embargo, pese a sus
invectivas (supuestas o reales), vivir en democracia, más si es únicamente
formal como la nuestra, no erradica ningún presupuesto totalitario. Basta con
analizar el "chiringuito" montado por esta casta que padecemos (y
costeamos), así como los interminables casos de corrupción y ocultamiento -sin
contar prepotencias e incumplimientos- protagonizados a nivel individual por
próceres no importa sigla o responsabilidad.
Lo expuesto, amigo lector, pasa por un exiguo botón de muestra. Hay,
bien lo saben, completo muestrario donde elegir; por autonomías, por partidos y
por magnitud. España hiede, se ha convertido en un auténtico estercolero.
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