Hasta hace unos minutos
no encontraba tema sobre el que trenzar algunos renglones ajustados al actual
momento trepidante. Ayer, lunes, en mi acostumbrada partida al dominó con
compañeros cultos —aunque pésimos jugadores— les sometí a sin par encerrona con
resultado negativo. Manos mal que cayó en mis manos un wasap donde un diputado indigente,
a la vez que trepa, manifestaba: “Ni tenemos rey, libertad y repúblicas. Las
fuerzas políticas independentistas, soberanistas y republicanas firmantes de
esta declaración queremos manifestar: la monarquía española y su máximo
exponente, el rey de España, no nos representa. La sociedad catalana, vasca y
gallega rechazan mayoritariamente la figura de una institución anacrónica,
heredera del franquismo, que se sustenta en el objetivo de mantener e imponer
la unidad de España y sus leyes, negando así, sus derechos civiles y nacionales
que asisten a nuestra ciudadanía y a nuestro pueblo”.
Me repugnan los
hipócritas y aprovechados. Por este motivo, sin responder a este tipejo (hasta
ahí podíamos llegar), deseo aclarar un par de puntos. En primer lugar, nadie y
menos un político que tiene una representación virtual en este país —como
veremos a lo largo del artículo— puede arrogarse ninguna mayoría social. En
segundo lugar, la unidad de España procede de los Reyes Católicos y las leyes,
en el fondo, del Código de las Siete Partidas, otorgadas por Alfonso X en mil
doscientos veintiuno. Respecto al anacronismo de la monarquía, podría
discutirse; no así que sea heredera del franquismo. El silencio o reserva no
llevan implícitas verdades confirmatorias e incuestionables como suele aducirse
con exceso. Una persona íntegra, sea gañán o no, si siente repulsión por el
sistema, la Constitución o el país donde vive, lo menos que debe hacer es vivir
de la caridad de sus seguidores, no del vínculo denigrado. Delatemos a los
fariseos.
La representación política
tiene bases que no se ajustan a ningún código de conducta ética y menos a
derecho. Es evidente que el representado cede sus arbitrios y privilegios
públicos a representantes que, a cambio, aseguran adeudos de guarda hacia sus
representados sin que, en España al menos, haya libranza o pagaré manifiesto,
porque votar cada periodo de años, sin más, constituye una tomadura de pelo. Tal
situación, es totalmente dominante, anómala, con menoscabo de derecho y hasta
regodeo por un aventurerismo hediondo. Ese alejamiento palpable hace que la
representación en nuestra llamada democracia tenga ribetes insólitos, dignos de
profundas lucubraciones psicológicas. Decía Churchill que la “democracia era el
sistema menos malo de los conocidos”. Ignoro a qué tipo de democracia se
refería, si al conocido por él o era una hipótesis asentada sobre alguna que su
meditación hacía digna de tal nombre o motejo.
Llevamos siglos
advirtiendo que la retórica es el único cimiento entre un pueblo ingenuo,
candoroso, palurdo y su clase política con parecidos alcances, pero dotada de
desmemoria y, sobre todo, de ningún escrúpulo. Lo de arramblar ese porcentaje
variable según acumule el erario público, se ha convertido en “instrucción” del
buen político (en este caso ladrón, ya hecho hábito). Habrá algunos que puedan
certificar —lo harían solo en el lecho de muerte— documentalmente que los
políticos conocen a la perfección las más complejas técnicas financieras, los
testaferros más indómitos y esos recónditos países donde afloran embozados paraísos
fiscales. Al ciudadano de a pie le resulta imposible demostrar nada de lo
dicho, ni tiene medios ni competencia para escudriñar ciertos signos externos que
revelan o propician, dejan al descubierto, lo que pretende ser una incógnita.
Representación, en este
contexto antedicho, es una especie de alienación en la que el sujeto no
controla un bien que se vende a un extraño. Rousseau, Hegel y otros la traducen
por extrañación, distanciamiento. Para el psicoanálisis alienación es una
patología de la idealización y de la identificación. Se le equipara también a
la “isla desierta” donde se impone la libertad bajo el arcano ciclo opresor.
Cuenta con unos representantes, entre ellos los Ciprianos, contando y cantando
bellos sueños de libertad hasta que llega el poder opresor e impone una tiranía
sostenida. Veremos si Javier Lambán, presidente de Aragón, no paga ante el
césar sus audaces y libres meditaciones. Hanna Fenichel Pitkin, profesora
emérita de ciencia política, se pregunta si la representación política sea solo
una ficción, un mito que forma parte del folklore de nuestra sociedad y se
cuestiona si lo que hemos llamado gobierno representativo no es en realidad una
competencia de políticos por el cargo. Preserva, por encima de todo, no a los
partidos sino al sistema como bien común.
Nuestros representantes,
pertenezcan a la ideología más “progre” o “facha”, demuestran interés nulo por
el ciudadano. Nadie ni nada importa más allá de los líderes y sus secuaces que
les llevan al podio. El resto son piezas, dicen, activas, necesarias y
soberanas, de una democracia maliciosa que quedan fundamentalmente al amparo de
la providencia. El recordado pacto contractual, por tanto adscrito a lejano
compromiso casi jurídico, se convierte en desaire cuando no recibe un galanteo
burlesco. Considero que cualquier contradicción entre lo dicho y luego hecho
por el representante, rompe a todos los efectos el acuerdo social, político
(aun el idealizado jurídico) y debiera sufrir las consecuencias punitivas que estén
obligadamente establecidas de forma minuciosa. ¿Acaso hay algo que supere en
decencia la custodia de un sistema y el bienestar de sus ciudadanos?
Ahora, en estos momentos,
ocurre lo contrario. El partido, da igual su extracción ideológica, se ha
convertido en sistema de forma ficticia, perniciosa y gravísima para los
intereses de los representados, oficialmente dueños de esta democracia (el
sistema) que todos los políticos le endilgan a la sociedad de forma invariada y
postiza. Es decir, la democracia no nos pertenece. Actualmente la ocupan
Sánchez (ni siquiera el PSOE), un sosia de Pedro Castillo —el peruano— PP, Vox,
Podemos, ERC, JxCat, PNV. Bildu y minúsculos grupos que coadyuvan a que así
ocurra. ¡Cuánta razón lleva Pitkin al asegurar que los representantes quedan
arrobados ante una competencia casi belicosa por el cargo y luego, en ruptura (tal
vez agresión) antinatural, constituir ellos el sistema!
Estamos a las puertas de
la desaparición en el Código Penal de Sedición y Malversación por interés
personal. Hemos sufrido mermas en
nuestros derechos constitucionales y ciudadanos. El Poder Judicial ve tambalear
su independencia ante decisiones unilaterales y descontroladas. Un oscurantismo
alarmante se ha adueñado del país. En suma, que esos condicionantes tácitos o
explícitos entre representados y representantes son una filfa. En Perú, el
intento de corromper el sistema por su presidente Pedro Castillo ha dado con sus
huesos en la cárcel. Aquí, sin llegar a esos extremos, pero sí aguantar
extralimitaciones oprobiosas, la impunidad se ha convertido en norma suprema.
Sin duda, Perú no es España, pero todo puede y debe cambiar.
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