Ante el elitismo
democrático (independencia absoluta del representante) y el radicalismo
democrático (dependencia absoluta del representante ante el partido o la
excentricidad ilimitada del líder) Pitkin afirma la independencia del
representante, pero reconociendo obligada sensibilidad a las necesidades de los
representados. Defiende que cuando se rompe “el contrato social” todo político
ambiciona un poder extralimitado, distinto a justos intereses de los
representados, el deterioro electoral debe someterse al sistema político.
Aunque la fraudulenta situación tenga un concepto complejo, los medios
desarrollan un papel preponderante, pero
únicamente puede oponerse la Jurisdicción (dispar al Poder Judicial) con
una categoría procesal preferente, entendiéndose como cuna y aplicación del
Derecho Constitucional. Tal Jurisdicción se fundamenta en la soberanía popular
(poder legítimamente fundamental, único), Presidencia de la República (si fuese
representación sistémica), el Rey y, en última instancia, el Ejército.
Si lo que está
conformándose en España no es un golpe de Estado encubierto, se le parece mucho
y, cuanto menos, sería aventurarse demasiado no ver una desnaturalización
peligrosa del “Sistema” sin asomo nítido de alarma. El artículo 167 de la
Constitución (al fin, Ella misma) salta por los aires quebrando cualquier
contrapeso, propuesto por los creadores, en beneficio de una mayoría simple
parlamentaria en temas fundamentales como es el CGPJ y Tribunal Constitucional,
que los deja a la discreción de un césar autócrata o partidos con intereses
bastardos. Suprimir el delito de Sedición (según el vocabulario sanchista,
Desórdenes Públicos Agravados) o degradar “malversación” (Enriquecimiento
Ilícito, en el glosario de nuevo cuño), son otros veniales gestos a camino
entre una perturbada defensa de sus intereses personales y manifiestas avideces
dictatoriales, no menos perturbadas ni perturbadoras.
Incluso lo más
fraudulento e ilegítimo, alejado de cualquier proporción y justicia —por laxa
que se entienda esta— se asienta habitualmente sobre perversiones bufas. Un
proverbio peruano asegura que: “Los niños y los tontos dicen la verdad”. Sin
que ninguno de dichos factores ande de por medio, en principio, la ministra
Irene Montero con su acostumbrada soberbia, no exenta de arrogante
impertinencia, manifestó: “Quienes cuestionan la legitimidad de las decisiones
democráticas que toma el poder legislativo con las mayorías elegidas por la
ciudadanía suelen ser los mismos que prefieren que manden quienes no se
presentan a las elecciones” (recurso del vocabulario sanchista: la mayoría elegida
es el único poder). Con tal argumentación, esta señora justifica, lava, en
definitiva, legitima, el nazismo alemán en tiempos de Hitler. Ella sabrá.
La señora Montero (doña
Irene) sintetiza la concepción que esta banda —con su amo incuestionado al
frente— tiene del Estado y del Poder Democráticos. La sumisión y vasallaje de
los poderes clásicos a la mayoría legislativa (entiéndase, ejecutivo),
legitimidad democrática del sanchismo bajo la égida ideológica de Podemos (al
decir del nuevo look lingüístico), somete el Sistema a esos apéndices, por
tanto no sustantivos, llamados partidos y al individuo y sus derechos a la
injuria más ofensiva. Así surgen modelos tiránicos, inexistentes en países del
mundo libre, a menos que se demuestre lo contrario. Únicamente España presenta
inquietantes señales de despotismo si no dictadura al uso. Confío en que los
poderes del Sistema, legitimados por una soberanía popular arrojada de su
genuino ejercicio, “encaucen” a quienes alteran la convivencia nacional.
Libre de decepciones en
mis años mozos, algunos decenios atrás, creía en la política de Estado, de
Sistema, pero nunca hubiera imaginado que PSOE (ahora sanchismo) y PP, solos o
al alimón, hicieran de su capa un sayo, aunque este fuera inconstitucional pese
al plácet de dicho Tribunal, cuestionado desde la sentencia favorable a la
expropiación de Rumasa. Expongo también un silencio discrepante ante la
constitucionalidad de la ley 1/2004 conocida como Ley de Violencia de Género
que le costó la expulsión al juez Francisco Serrano Castro por presunta
prevaricación. A lo largo de cuarenta años se ha ido consolidando el proceso, usando
ese vocabulario, impartido ahora por un bipartidismo tóxico, de convertir al
votante español en un súbdito —ingenuo, zote— imprescindible para políticos
desaprensivos.
Las formas se han
degradado tanto que, sin llegar al dogmatismo sectario y maniqueo de la
izquierda, mantengo que la responsabilidad puede compartirse por igual con
escasas matizaciones. Aquí residen silencios forzados de los partidos a
excepción de Vox que se muestra puro, pero no especialmente limpio. Resulta
penoso enredarse en disquisiciones profundas para estrellarte contra una
realidad irreversible dada la sociedad y los políticos que tenemos. ¿Cómo es
posible tanta apatía durante tantos años? ¿Qué sensación nos crea el abuso que
exhiben diferentes rostros del poder? ¿Acaso nadie del Sistema posee dignidad
suficiente para acometer su misión social, para poner freno a la desvergüenza?
Silencios y sometimientos culpables nos llevan, ya lo estamos comprobando, a sufrir
graves carencias económicas y morales. ¿Por qué perseverar?
Tras abolir del Código
Penal Sedición y Malversación, objetivamente relevantes en cualquier Estado de
derecho, se inaugura la variante tribal donde una camarilla informa y cambia Disposiciones,
Leyes y Constitución, avasallando el dominio popular junto, todavía peor, al
Sistema. Voceros del sanchismo —hay quien afirma que, en lugar de contar con
dos mil asesores, precisaría sustituir algunos por tertulianos— justifican
estos asaltos antidemocráticos recordando que el PP hizo “sus pinitos” cuando
gobernaba. Si aquello fue abuso debieron pagarlo, pero nunca servir de pretexto
porque el argumento ad hoc que justifica un delito se tiñe del mismo. El método
se asemeja a la propaganda nazi, nefasta, estimulante (fundamento del
vocabulario), de Joseph Goebbels. Más allá, preocupan los intentos insólitos de
controlar el poder judicial con procedimientos arteros.
En ocasiones, lo extraordinario
se vuelve ininteligible y cala mejor la simplicidad, lo cotidiano.
Objetivamente, lo superficial no aporta el saber pleno, tampoco estimula la
acción por convencimiento, aunque suele optimizar efusiones, poco racionales,
supeditadas a sentimientos o instintos bajos mediatizados por un dogmatismo
ciego. Rememoro, elecciones del dos mil cuatro, aquel eslogan de Rubalcaba
“España no merece un gobierno que mienta”; tuvo, al menos, una acogida extraordinaria.
Hoy, tenemos un gobierno que ha hecho de la mentira, propaganda e imagen, su
programa único y la sociedad parece vivir en ese ámbito especial sin hacerse
preguntas incómodas. Progresamos porque se va ahormando una sociedad que
transige cualquier despotismo, a secas o endulzado por el nuevo y fraudulento vocabulario
sanchista.
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