Mi memoria también es
democrática salvo en el hecho fundamental de que no creo (porque pretendo lo
contrario) quebrar la convivencia entre las diferentes partes que participaron en
aquella triste contienda. Sin embargo, tengo plena seguridad de que tal intolerancia
o antipatía son sentimientos hoy, más de ocho decenios después, inexistentes;
un puro desatino de gentes que quieren vivir de unos rescoldos, ya cenizas, que
ellos mismos alientan. Puedo comprender el caos personal producido por una
ambición desmedida, pero me es imposible asimilar cómo gentes normales,
humildes, con gozos y sombras al decir de Torrente Ballester, pueden seguir ese
caos sin encomendarse ni a dios ni al diablo. Seguramente estas contradicciones
u otras similares son aprovechadas por oportunistas y desequilibrados que suelen
ser distinguidos al final como élites del poder.
Nací —ya al ocaso de mil
novecientos cuarenta y tres— en Villalpardo, un pueblo de Cuenca. Por aquellos
años, y antes, la provincia era de derechas aun sin saber muy bien qué significaba
ser de derechas. Mi familia materna, con la paterna convivimos en ocasiones al
ser de otra provincia, lo era y católica. Se dedicaba a la industria: horno,
tienda de ultramarinos y telar. Mi abuelo (al que apenas conocí pues murió
cuando contaba yo tres años) tenía un primo cura y él era sacristán, aunque con
el tiempo me enteré de que solo ponía velas al demonio de la carne. Tuve la
suerte o desgracia de ser el primer miembro nuevo de toda la familia materna.
Mis años iniciales me dejaron recuerdos imprecisos como las cartillas de
racionamiento y algunas travesuras que realizábamos mi hermano, dos años más
joven, y yo. Destaco que jugábamos al fútbol con una pelota de piedra liada con
lana basta y tiras de tela, cosidas al final para que aguantaran todo el
sistema sin desparramarse.
Desde los diez a los
dieciséis estuve estudiando con una tía mía que era maestra. Primero bachiller
elemental y luego dos años de magisterio. Fue casi la década de los cincuenta
entera. Desde luego no recuerdo discrepancias (tampoco hostilidades) ni en niños
ni en mayores. Menos todavía rencores o animosidades; por el contrario, todos
se ayudaban olvidando probables reticencias ideológicas porque la prioridad era
subsistir. ¿Vivíamos en dictadura? La pregunta presentaría respuesta
dificultosa para aquellos años adolescentes. ¿Qué decir? Cierto que algunas prácticas
y usanzas se adaptaban poco a las formas democráticas, pero no se observaba intromisión
en las libertades individuales. Al menos, eran inapreciables para la población
joven. Nadie limitaba movimientos “normales”, como reunirse con amigos bajo los
límites del orden público y las leyes.
Es verdad que vivíamos en
autarquía —pese a que Gran Bretaña y Francia fueron los primeros países que
reconocieron a Franco— a consecuencia del aislamiento internacional impuesto por
la ONU en mil novecientos cuarenta y seis. No obstante, Argentina rompió el
bloqueo y envió trigo y carne, básicamente, para mitigar el hambre ibérico. Los
pactos bilaterales España-EEUU en mil novecientos cincuenta y tres, abrieron la
puerta a que la ONU rompiera el aislamiento en mil novecientos cincuenta y
cinco. El franquismo empezó a respirar políticamente y los españoles
económicamente. Aunque en los pueblos minifundistas no se hizo muy visible, al
menos en el mío no, una penuria casi de lividez cadavérica, la situación
general cambió de forma prometedora y acelerada. Si bien la hambruna castigaba
entendimientos y voluntades apenas se cometían robos pese a que las puertas se
dejaban siempre abiertas. ¿Confianza? No, disciplina.
Con diecisiete años me
fui al Colegio Menor Alonso de Ojeda en Cuenca, evidentemente del régimen franquista
en gestión y metodología. Allí terminé tercero de magisterio, quinto de
bachiller, reválida de magisterio, sexto de bachiller y preuniversitario.
Precisamente, al cumplir los dieciocho años dejabas de militar en la OJE
(Organización Juvenil Española), de carácter obligatorio, para afiliarte (de
forma voluntaria) a Falange en un acto multitudinario celebrado en el salón de
actos de la jefatura provincial. Yo, no me afilié por ser contrario a partidos
y sindicatos. Corría el año mil novecientos sesenta y solo nos obligaban cada
domingo a ir a misa y realizar una tabla de gimnasia en el patio del centro. En
mil novecientos sesenta y tres, terminado todo, decidí irme de maestro a Castillo
de Garcimuñoz. Fue el inicio de mi carrera profesional que completé, tras
cuarenta años y ocho meses, en dos mil tres en Valencia.
Mi vida transcurrió en un
pueblo tranquilo, sin tumultos, lo mismo que cuando fui a la capital. No había universidad
ni movimientos contestatarios (opuestos al régimen) que nos permitieran tomar unas
u otras posiciones. No tenía conciencia de que aquello fuera una dictadura porque
nadie me impidió nunca moverme con plena libertad y seguridad. Con el tiempo,
he ido comprendiendo que palabras y conceptos pueden divergir semánticamente;
es decir, no siempre una dictadura se considera tal como tampoco una democracia
ha de ser verídica. La sustancia de las cosas nunca las define el predicado.
Desde mi punto de vista, el franquismo fue un periodo probablemente no solo necesario
sino imprescindible, más a nivel internacional por su importancia geoestratégica,
en aquellos convulsos años. Tuvo errores, el mayor la represión posterior, pero
también aciertos que después no se han repetido. La democracia no tiene por qué
ser un cuartel, pero tampoco la casa de tócame Roque. Ese ha sido el error del
bipartidismo.
Alucino, vocablo chirriante,
que la Memoria Democrática sea ordenada —incluso elaborada— por gente que no
vivió el franquismo y si lo hubiese hecho jamás se hubiera manifestado
antifranquista. A las pruebas me remito: el antifranquismo surgió potente, poderoso,
tras la muerte de Franco. La memoria que se nutre de maniqueísmo al analizar la
Guerra Civil me parece sectaria, disgregadora, basada únicamente en un odio
visceral, por tanto irracional, imposibilitando toda praxis fecunda. No voy a
caer en la tentación de defender o atacar perspectivas históricas porque, pese
a documentos, la Historia es multifacética y cada uno elige para contarla el
matiz que le interesa. Me convencen aquellos autores que reciben críticas de
todos. Creo que el camino elegido, remitiendo a las nuevas generaciones al
Centro Documental de Memoria Histórica, no conduce a nada.
Sé que la izquierda
miente cuando dice defender los derechos y libertades de los ciudadanos porque
solo lo hace en países democráticos, donde ya existen, pero nunca en las
dictaduras que disfraza constantemente como democracias populares. Es la
estrategia del totalitarismo donde no detenta todavía poder. La memoria Democrática
no se ocupará, pero la Historia contará el final del sanchismo a manos, incluso,
de barones y huestes hartos de aguantar purgas despóticas sobre quienes fueron
culpables de su propia gestación. Ignoro si serán los primeros o no, aunque temo
que sea una pequeña parte de la multitud que desea quitarse de encima a este
aventurero que nos denigra y arruina.
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