La expresión aguas
menores tuvo su origen en el Madrid dieciochesco cuando antes de Carlos III era
normal arrojar residuos metabólicos, con diferente aspecto, por las ventanas al
grito de “¡agua va!”. Lo común es que fueran solo orines (aguas menores),
aunque se acompañaran más o menos frecuentemente de residuos sólidos (aguas
mayores). Esta extendida costumbre terminó en mil setecientos sesenta y uno
mediante una Real Orden que prohibió lanzar este tipo de vertidos. Con todo y
ello, no hace tanto quedaban extraños impulsos —tal vez tics vengativos—
seguramente lastrados por un hábito nunca cerrado. Quiero detenerme para contar
una historia, sospecho curiosa e inhabitual. Me refiero a Julián (apodado el Chicho),
viejo amigo y vecino de mi padre, cuya tentación fue vaciarnos encima alguna
vez un bacín sestero en los rigores estivales.
Ahora, bastantes décadas después,
comprendo la ira del Chicho nunca exenta de un espíritu bromista y travieso.
Apenas consumidas aquellas veladas al fresco, casi sin dormir, los agricultores
partían con sus carros de cadalso para traer consigo la mies antes de que la
canícula hiciera insoportable cualquier atrevimiento. Algunos, insomnes o con quehaceres
simples, nos poníamos en pleno sesteo a jugar “a las caras” delante de su
ventana. Varias veces la abrió colérico,
blandiendo un orinal —ignoro si vacío o no— en calzoncillos, con ademán
manifiesto, si bien nunca se atrevió a lanzar el contenido. Hicimos un pacto
tácito: él se conformaba “enseñando los dientes” mientras nosotros, un nutrido
y dispar grupo, procurábamos zaherir lo menos posible. Tuvo que soportar el
tintineo exasperante de las “careras” chocando contra el asfalto, durante
muchos veranos, por residir al lado del bar y toparse con una horda de
desaprensivos o inconscientes.
Lecturas históricas, tal
vez sainetescas, y experiencias personales surgidas en aquella España profunda
(esa que algunos denigran de oídas, sin haberla vivido), marcaron la
trivialidad e intemperancia de las clásicas —a la vez que pretenciosas— “aguas
menores”. Hoy, con el país incendiado literal y metafóricamente, se utilizan
con bombo y platillo medidas, recursos, adscritos sin exageración a frase tan
popular. Ha ocurrido en Zamora donde, una vez sofocado el siniestro de Sierra
Culebra, han quedado al descubierto demasiadas anomalías y escaseces. Resulta
paradigmática la respuesta altiva dada por un viejo agricultor a Sánchez tras
prometer arreglar aquel desaguisado: “¿arreglarlo?, ¿tú?, ¿arreglarlo tú?”. Significó
el inquietante eco nacional de desconfianza, de angustia, incluso de amargura,
ante la ineptitud evidente de un cantamañanas.
Ya han ardido miles y
miles de hectáreas quemando bosques que conforman una parte esencial de la
biosfera. Los quinientos cinco mil novecientos noventa kilómetros cuadrados que
ocupa España en el orbe, están siendo asolados ahora mismo por un incendio global,
gravoso, trágico. Los resultados electorales en Andalucía, guarida prolongada
de gentes con trabuco (también en el siglo XX) permiten comprobar el alcance
del cataclismo. Como es rutinario, mucho más en política, siempre son culpables
otros. La autocrítica brilla por su ausencia, aunque gasolina y cerillas llevan
grabadas el santo y seña. ¡Pobre Viriato!, la que le espera cuando PP,
sociedad, empresas, medios y apoyos interesados, dejen de ser coartada creíble.
Estoy convencido: lo histórico pasará a ser vital; un cambio de simbolismo
oportuno, imprescindible, para conseguir resultados con nuevo ardid. Eso siguen
creyendo, atemorizados pero ahítos de optimismo delirante, quienes cimientan el
quehacer político únicamente en imagen y propaganda.
Decía Marx, el genio,
(Groucho) que “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer
un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados” o
esperpénticos, añado yo. Hasta junio de dos mil dieciocho, los ejecutivos
—empapados más de sombras que de luces— generaban incendios partidarios (excluido
Zapatero cuyas llamas pusieron en peligro los cimientos europeos) sofocados sin
esfuerzos aparentes. Pudiera ocurrir que las gigantescas llamaradas actuales,
potenciadas por absolutas negligencias e incapacidades de tanto indigente
ocupando asientos ministeriales, sean consecuencia de pretéritos escenarios y
conflictos fosilizados e irresueltos. Afirmo que Sánchez es el peor político en
siglos. Con la misma justeza reconozco que España venía ya hedionda,
corrompida, cuando la ocupó utilizando dudosas prácticas.
Lo dicho en renglones
precedentes no le exime del desastre. El descenso del PIB per cápita de España
en el año dos mil veinte fue mayor, entre otros países, al de Argentina,
Bhután, Botwana, Congo, Cuba, etc. con cifras inferiores a menos once, coma
tres del español. En el rango dos mil dieciocho-dos mil veintiuno, fuimos
último país de la Unión Europea en el aumento de la renta per cápita. Sumemos: Incremento
desaforado del IPC, deuda pública descontrolada, déficit astronómico,
bancarrota, rescate o corralito, por citar algunas magnitudes económicas que se
esconden de forma vergonzante, trapacera, para asentar éxitos mágicos, vanos.
Hablan de transparencia cuando únicamente divisamos tiranía y oscurantismo. He
aquí la raíz del incendio que incriminaron los andaluces. Su voracidad
alcanzará pronto a barones silentes por temor a Sánchez.
Cree, el muy lerdo, que
su persona libera efluvios embriagadores inconciliables con la repulsa
electoral que atesora incluso entre los propios barones en defensa propia.
Saben que sus posibilidades, cuando llegue la confrontación autonómica el año
próximo, disminuyen progresivamente a la participación de Sánchez. Por este
motivo utiliza, de forma infantiloide, cortafuegos crematísticos bajo la
modalidad de decretos leyes. Bajar el IVA eléctrico del diez al cinco, repartir
doscientos euros a millones de parados, limitar los alquileres, ofrecer el oro
y el moro (básicamente, el moro), no le servirá de nada porque el auténtico
causante, el lastre, tiene nombre y apellido. Patrañas fraudulentas, puertas
giratorias, castuza insolente y duradera, ocupación “in aeternum”, agravan tan
amarga realidad alimentando a Vox porque el resto, sin exclusiones, son viejos
conocidos.
El IPC, por encima del
diez por ciento, desangra a los ciudadanos. Si sube los impuestos esta sangre
correría por la calle; si baja alguno, “pícaramente”, los precios se dispararían
quemando familias a troche y moche. La desenfrenada coyuntura echa gasolina al
fuego que Sánchez cree apagar orinando sobre él o su idéntico, hacerlo sobre
los españoles. Cualquier persona con medio dedo de frente deduce que el
escenario plantea un Pacto de Estado entre las fuerzas con vocación y
probabilidades de gobierno. Es urgente e imprescindible. No parece oportuno que
Podemos y demás apoyos antiespañoles, con sus contradicciones, exhiban
propiedades idóneas para conseguir tal fin o parecidos. Sánchez sigue mechero
en mano al afirmar: “El PP es un terminal de intereses oscuros y ocultos”. Dicha
frase —rancia, dañina, apocalíptica— como de costumbre la suelta sin
despeinarse. Él tiene solución; nosotros, no. Necesitamos darle pasaporte y generar
un probable proceso judicial por su afán dictador al pretender controlar las
Instituciones básicas del Estado de Derecho con fines evidentes. Democracia e impunidad
son contradictorias.
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