Franqueza es sinónimo de
sinceridad y significa sencillez, veracidad, modo de expresarse o comportarse
libre de fingimiento. Pareciera que esos valores, a poco, desaparecen del
quehacer nacional de forma perturbadora. Ignoro cuál es la degradación que
sufren los países adyacentes al respecto, aunque, según el dicho, “en todas
partes se cuecen habas”. Pienso, dada nuestra idiosincrasia optimizada además
por una ingeniería social con planificación sutil desde las altas esferas del
poder, que batir la marca nativa lo hemos puesto realmente difícil. No discuto
la existencia de territorios con caracteres similares (podríamos nombrar
algunos que aflorarían de manera natural) cuyas miserias casi alcanzan los
niveles propios. Desde luego, “España es diferente” excluye frescura pues su preeminencia
la ha desarrollado en torno a una larga y turbulenta vida.
No sabría argumentar las
razones, pero atisbo pequeños espacios donde malicia y rectitud conviven
turnándose momentos, etapas, peculiares. Quizás fuera acertado denominarlos
rescoldos de un pasado que va desapareciendo sin que nada análogo llene el
dominio vacante. Conozco todavía gentes que cuando estrechaban la mano
subscribían un documento notarial. Incluso contemporáneos infantes entonces—pese
a invasiones tóxicas ex profeso, desprotegidos si no faltos de reputación— hoy mantienen
en boga aquellas pautas dignas de todo encomio. Jóvenes, asimismo menos
jóvenes, han ido sustituyendo tales entrañas extendidas, modestas y honorables,
a cambio de un ardor progre. Ese delirio de escaparate, erróneo, lo juzgaría
incompatible con cualquier derivada anexa a la tan traída y llevada lucha
generacional. Tiene sus propios cimientos.
A título personal, sin
subrogarme representación alguna, voy a ejercer de franco (así, con minúscula
para evitar sobresaltos emocionales) o, como se diría ahora en el ruedo
ibérico, de políticamente incorrecto. La sociedad debe cargar pesadas losas en actitudes
y réplicas respecto a muchos desatinos políticos, así como menguar las tragaderas
convertidas en grave problema democrático. Bien por jóvenes con la placidez del
imberbe, ya ataviados de cauta veteranía, la calle se encuentra tranquila, sin
amago de cambio inminente. Yo —rebelde con causa, pero de arrebato reducido por
los años— digo que tenemos el gobierno (léase sobre todo presidente) más
postizo y tortuoso desde hace ocho décadas, al menos. Algunos comunicadores,
aparceros o revertidos, dicen que Sánchez es un lince que al ser ibérico su
taxonomía lo designa lynx pardinus; es decir, “apardinado”.
El lunes pasado, día
siete, por fin apareció un rayo de franqueza en el firmamento hispano. A
expensas del gobierno social-comunista, se invitó al profesor Joan Ramón
Laporte Roselló —experto en fármaco-vigilancia— para dar una conferencia sobre
vacunas y Plan de Vacunación en la Comisión de Investigación del Congreso.
Dicho experto, tras una exposición argumentada y con datos incontestables, puso
en duda la eficacia de las vacunas contra el Covid-19 (incluso negó que lo
fueran según la terminología de la RAE). Se manifestó además partidario de las
vacunas contrastadas y contra el negacionismo. Este señor ha aclarado muchas
dudas importantes mientras dejaba traslucir la ingente cantidad de patrañas que
nuestro gobierno ha ido atesorando en meses. Ignoro si la gratitud del pueblo
compensará los problemas venideros por ser contestatario al individuo que
ejerce de señor feudal.
Sí, salvo el derecho de
pernada probablemente inexistente o inadvertido, vivimos bajo las
extravagancias de un tirano que hace lo que le apetece sin control ni límite.
Coyuntura penosa, agudizada porque el escenario teórico es una democracia que
resulta incorpórea, pura inscripción de frontispicio. Una sociedad adormecida,
fiscalía domesticada, insólita ganga sindicalista-patronal y el aliento lelo de
Alberto Casero —diputado del PP desafecto a Guillermo Tell— allanan la
legislatura a un Sánchez con chistera muy raída ya. Quiero suponer que los
españoles (solos, sin ayuda de una Europa desnortada, débil, medrosa) seamos
capaces de poner donde corresponde a este caradura intrigante. Como persona me
importa un bledo y, por tanto, carezco de epítetos meritorios o censurables; mi
estimación del político es notablemente negativa, mugrienta. Justo y oportuno.
Estafa —palabra gruesa,
aposentada en esta tierra pícara— es toda acción de delitos que se caracterizan
por el lucro como fin y el engaño o abuso de confianza como medio. Niego mayorazgo
exclusivista incluso dentro del entorno democrático que nos rodea, aunque
ostentemos cierta autoridad. Quien más, quien menos, aprovecha las ocasiones al
máximo por si tiempo y azar las malbarata o mengua. Aquí, la competencia se
hace asfixiante dado el desmedido número que pretende exigir su particular
agasajo. Tal vez esta perversión acontezca en cualquier capa social, pero
prefiero fijarla por equidad sobre la clase política que algunos (situados
dentro de ella) la consideran “casta”. No me atreveré yo a corregir tamaño distintivo
aplicado por alguien que conoce a fondo el percal independientemente de
posteriores ejecutorias. Otros debieran hacerlo y tampoco lo hacen.
“Todo esto tiene que
parecer verdadero. Es una estafa de altos vuelos”, manifiesta Richard Morgan en
Carbono Alterado. La frase del escritor británico a priori pudiera entenderse
frívola hipérbole, pero siendo rigurosos resulta principio promocional de
primer orden, muy solvente. El estafador, como buen ladrón, oculta no solo
intenciones sino cualquier signo que comporte proceder endémico, cíclico e
interesado. Suele utilizar una táctica ineludible, garantizada, de efectos
contundentes: desarrollar la susceptibilidad del estafado. Sin embargo, los
políticos esgrimen estrategias toscas, belicosas, basadas en el abandono ajeno
y en su propia impunidad. Considero que el estafador necesita nutrir,
experimentar, permanentemente dicha actividad —a modo de práctica— para
mantenerse apto. Es curioso que seamos nosotros quienes sufraguen tan lucrativo
aleccionamiento.
A la postre, y siguiendo
el argumento del señor Morgan, franqueza y estafa —más allá de la
confrontación— tienen un hilo común, si bien contrahecho, llamado precepto. En
su acepción segunda, precepto significa “cada una de las instrucciones o reglas
que se dan o establecen para el conocimiento o manejo de un arte o facultad”.
Por tanto, realizar una estafa conlleva cumplir instrucciones o reglas con
envoltura verisímil. Son distintas, moralmente en las antípodas, pero la
indecencia que desprende estafa constituye el envés del decoro que envuelve la
franqueza.
Termino con una
certidumbre: el papel desempeñado por la gran mayoría de medios para encuadrar
ambos vocablos en la masa social y política. Creo que esos medios mayoritarios
se muestran contundentes acosando informaciones veraces para hacer decente la
estafa con las palabras de Adelardo López de Ayala: “Cuando la estafa es enorme
ya toma un nombre decente; se llama buen negocio”. La estafa nacional es el
mejor negocio político conocido, pero —discrepando de López de Ayala— es
rotundamente indecente.
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