Hace años, el castellano (máxime
dentro de la enseñanza) viene sufriendo un acoso restrictivo y rabioso en las
Comunidades bilingües. Las razones —lejos de conculcar los derechos de padres e
hijos, que también— se asientan sobre el error obsesivo de considerar único fundamento
histórico, dinámico, potente, idioma e identidad nacionalista. Esta
perturbación me recuerda aquel probo político español que, medio en broma medio
en serio, quería aprender Suajili (lengua bantú hablada en Tanzania y Kenia,
entre otras naciones) para, probablemente, de forma grotesca sentirse ciudadano
del mundo africano. No quisiera interpretar aquella desfachatez como respuesta
irónico-sarcástica a los incisivos esfuerzos del nacionalismo por desterrar el
castellano de sus respectivas áreas de influencia. Si bien el deseo puede
calificarse de impertinente, la insólita inacción con que los respectivos
gobiernos aceptaban ese contexto carece de calificativo audible por ajustado.
¡A qué punto nos ha llevado semejante componenda!
Antes de continuar,
precisamos releer la Constitución Española para renovar el recuerdo de unos y
otros. Así el artículo tres señala los siguientes puntos: Uno.- El castellano
es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber
de conocerla y el derecho de usarla. Dos.- Las demás lenguas españolas serán
también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus
Estatutos. Tres.- La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de
España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y
protección. Los Tribunales Constitucional y Superior de Justicia de Cataluña,
han dictado varias resoluciones a favor de los padres respecto al derecho que
les asiste sobre qué idioma desean para la educación de sus hijos. Asimismo,
reconocen el derecho de los ciudadanos a expresarse en cualquier idioma elegido,
en este caso castellano o catalán, incluidos documentos oficiales o rótulos.
Es evidente que el
artículo cuatrocientos diez del Código Penal —génesis jurídica y coercitiva
para cumplir lo dicho junto a penas incluidas por desacato— se ha tomado
sucesiva e insistentemente a cachondeo. Bien es cierto, insisto, que el
bipartidismo siempre ha dejado la magistratura con las vergüenzas al aire
cuando PP y PSOE concertaban acuerdos espurios para alcanzar La Moncloa. Hoy,
aparentemente rotos todos los puentes entrambos, los jueces visten idéntica
desnudez. Lo asombroso con este gobierno reaparece a poco. Ayer, como quien
dice, el Tribunal Supremo sentenció que las Comunidades Bilingües darán en
castellano el veinticinco por ciento, al menos, del horario lectivo. Cataluña (su
gobierno, usando triquiñuelas habituales), se pasará oficialmente por el forro dicha
resolución. Ya han dicho que el TS debe comunicarlo al TSJC y este dará
conocimiento a la respectiva consejería que comunicará a los centros, sin
prisas, su cumplimiento. Adiós curso escolar presente. Armengol, presidente
socialista de Baleares, lo incumplirá aduciendo estúpidas razones. Eso ha
dicho.
Hay, sin embargo, dos
versos sueltos y un poema. El poema lo explicita el gobierno catalán que
prioriza un idioma hablado por diez millones de individuos sobre otro, oficial,
y que lo hablan casi seiscientos millones. Prueba inequívoca del interés que
despiertan en ese gobierno sus ciudadanos. Una cosa es conservar y otra, muy
diferente, obligar por un prurito electoral. El primer verso suelto lo firma el
sanchismo que deja la sentencia en manos del gobierno de Cataluña mientras Sánchez
(un engañabobos compulsivo) pide “cumplir la Constitución de pe a pa”. El
segundo verso suelto es doble; lo firman la inquina de los padres del colegio
Turó del Drac de Canet de Mar, en Barcelona, contra la familia y el niño que
pidió castellano amén de Patricia Gomá, secretaria general del departamento educativo
que califica de “positivas” las acciones insumisas. El sentido común indica qué
meta conseguirá la actuación de esta sociedad catalana si secunda a sus
gobernantes sin plantearse cuestiones trascendentes e imprescindibles.
Lo descrito hasta ahora
constituye una burla contra la Democracia, la Constitución, la Judicatura y el
propio ciudadano que descubre así un sinsentido pagar impuestos. Mi
abstencionismo impulsa aquí precisamente su porqué: “Si los políticos no se
preocupan de mí, ¿por qué tengo yo que preocuparme de ellos? Este es mi
argumento definitivo. Porque los votos, queramos o no, legitiman el quehacer
político, considerado o infame, de muchos mediocres. Me revienta pagar impuestos
solo para satisfacer su confort.
¿Qué les parece a ustedes
la respuesta que dio Rufián (apellido y atributo presuntamente, superpuestos,
fundidos) a Javier Negre —periodista hipotéticamente tan facha como otros que
reciben loas sin veda, pero acreditado en el Parlamento— ante una pregunta
incómoda? Dijo, sin contestar la pregunta: “No participamos de las burbujas
mediáticas de la ultraderecha”. Estando solo, el tal Rufián, imagino que “participamos”
lo usó con intenciones mayestáticas, marco que no parece descartarse conociendo
al personaje.
Que yo sepa y considere,
en España solo hay una extrema: la izquierda radical. Aun suponiendo que Negre sea
ultra a nivel personal, es periodista —puente entre el poder y la ciudadanía respecto
a la información pública—. Rufián es, o debiera ser, un servidor público cuya
obligación, sin prejuicios ni excepciones, es informar a la sociedad. Creo que
ha abierto un frente peligroso porque, con el mismo argumento o similar, algún español (con parecida burbuja) puede
negarse a pagarle su sueldo por ser independentista. Incluso podría levantarse
una ola de magnitudes gigantescas, un tsunami insurgente.
Anoto —entre sus muchas indigencias,
no exentas de actitud petulante y agitadora— ciertas facultades histriónicas,
siempre acompañadas del papel que le permita escaparse del complejo común de “catalán
charnego castellano”, según terminología catalana a los nacidos o no en aquella
tierra, fueran andaluces, aragoneses, gallegos murcianos o verdaderos
castellanos. Cobraba preeminencia la frialdad del vocablo genérico porque enmascaraba
el ínfimo cosquilleo vanidoso, hospitalario, lucrativo, con un denigrante desdén
de raza superior.
Durante dos cursos
seguidos, iniciados en mil novecientos sesenta y cuatro, estuve dando clases de
alfabetización en San Juan de Torruella (Sant Joan de Vilatorrada) y Martorell.
Viví siempre en San Juan, en la zona catalana. Mis alumnos eran “castellanos” adultos,
trabajadores en su mayoría, y conozco bien cuál era la opinión que despertaban
los venidos de fuera incluso en catalanes de generosidad reconocida, algunos
amigos míos. Observé, al mismo tiempo, ese no sé qué de insolente predominio.
Ignoro la razón que me
lleva a ocupar hoy mi tiempo en personas anodinas, aunque ¡vete a saber qué
carambola! les haya permitido abandonar el paro. Quizás se deba a un poso de acerba
censura a la arrogante vanidad y lenguaraz aderezo del tonto útil a su señor, mientras
reprueba un talante humilde y discreto. Probablemente también por traicionar
pautas de brega escrupulosa, púdica, dejando que sus principios, éticos y
estéticos, se limiten a esa gongorina frase del clásico: ”Ándeme yo caliente y
ríase la gente”.
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