Personificación o
prosopopeya es figura literaria de ficción, pues otorga cualidad humana a quien
no la tiene. Se conoce también como antropomorfismo. Concretar cuándo
acontecieron los primeros vestigios literarios o plásticos de esta figura resulta
complejo, pero debemos suponer que ocurrió al comenzar los tiempos. Para el
español cauto, sagaz, curioso —al menos en literatura— no hay nada que destaque
anterior al “Coloquio de los perros”, obra cervantina encajada en la colección
llamada “novelas ejemplares”. Con estilo picaresco, Berganza cuenta a Cipión
sus andanzas por tierras sevillanas, cordobesas y granadinas hasta llegar a
Valladolid. Ambos acuerdan contar cosas interesantes por si el don que les había concedido el cielo duraba
poco tiempo. Dichas preocupaciones comparten los personajes reales que vayan
apareciendo en las frases venideras, sin perder formalidad metafórica, relativas
al tino transitorio otorgado por el ciudadano. ¿No habrá semejanza plena entre
este coloquio y los consejos de ministros?
La disyuntiva apareció con
Felipe González cuando se introdujo en el Parlamento la conocida fábula de
Iriarte “Los dos conejos”. Las continuas discusiones doctrinales instituyeron
el dilema: ¿son galgos o podencos?, probablemente para rehuir una calma insalubre
con mayorías absolutas y oposición mermada. Legislatura tras legislatura, el
mayor esfuerzo provenía de debates necios, inoperantes, bajo la huella que
dejaba aquel interrogante provocado al efecto. Poco a poco se iba modernizando
el país a costa de presuntas comisiones corruptas, contabilizadas entonces por
miles de millones de pesetas. Aquello, junto al GAL, deterioró la confianza del
electorado hacia González y, aquella legislatura iniciada a mediados de mil
novecientos noventa y tres necesitó apoyarse en CiU y PNV. No quedaban dudas ni
coyuntura, quienes venían eran galgos y podencos; ambos. Canes que engordaron
Aznar, Zapatero y Rajoy.
Desechen ustedes todo
espejismo, abandonen cualquier cálculo que permita olvidarse de su rabiosa
presencia. Hoy nos sigue una rehala, una jauría hambrienta, que prefiere
carnaza impositiva, aunque terminemos depauperados. De entre todas las
variedades, atisbo cierta predisposición al galgo. La razón descansa en ajustar
con plenitud metáfora y recto sentido. Parece que el galgo es un perro rápido
para cazar, pero vago fuera de ese menester. Además, al igual que los
políticos, solo ladra cuando acecha o persigue la presa. Con poca lucubración, encontraremos
extraordinario parecido entre dicho canino y los dirigentes patrios. Conviene recalcar
que el texto es una visión con perfil crítico del acontecer sanitario,
político, económico y social. Los dardos que pudieran observarse, van dirigidos
contra la apariencia jamás hacia el individuo. Sin embargo, creo justa y
justificada esta diagnosis que intento acometer con total objetividad.
Intitulo el artículo
—realzando la voluntad figurativa— “Ladridos de galgo o populismo extemporáneo”
por razones apuntadas en párrafos anteriores y las que añado abajo. Falta incorporar,
tal vez pulir, qué implicación presunta hay entre rapidez del can destacado y
prebostes españoles. Las pruebas en cuanto a insustancial locuacidad son tan
evidentes que alcanzan lo axiomático; es decir, no precisan razones ni
argumentos. Respecto a velocidad desarrollada entrambos, la cosa tiene miga
porque el político persigue aferrar caudales públicos en tiempo récord. Si no
lo logra (al igual que el galgo tras cada carrera, tanto si alcanza la pieza
cuanto si la perdiera) se acomoda y retoma fuerzas.
Quiero manifestar, a
priori, que reniego de todo político que habla rotundo para luego hacer lo contrario.
Es decir, abomino de todos; bien es verdad que algunos cargan con mayor reproche
por su propia villanía. Populismo y demagogia arrasan entre una juventud a la
que agobia cualquier apego analítico o esfuerzo intelectual. Aunque parezcan
equivalentes, el populismo (querencia política que pretende atraerse a las
clases populares) se da casi exclusivamente en partidos de izquierda, por mucho
empeño que tenga esta de encizañar a la derecha. No en vano surgió en Rusia
—siglo XIX— con el nombre de narodnismo, luego prosiguió como colectivismo
populista revolucionario y finalmente terminó en bolchevismo. La demagogia es
una opción estratégica utilizada indistintamente por cualquier ideología y que
el ciudadano debería enmarcar, admitir, únicamente dentro de líneas rojas
infranqueables.
Ezequiel Adamovsky habla
de un populismo cuyo venero es el resentimiento de la masa contra la élite que
posee poder, riqueza y cultura. Termina reconociendo que, como concepto para
entender la realidad social, su papel se ha extinguido. Asimismo, incluso como recurso.
Maximiliano Emanuel Korstanje considera que el populismo radicaliza las
democracias liberales, sustituye aquellas élites por camarillas dirigentes,
restringe las inversiones dinerarias y termina en un régimen totalitario para
salvaguardar esas élites políticas que se verían arruinadas por aquella repercusión
desinversora. Las discusiones entre politólogos, sociólogos y economistas,
aparte la rémora que entraña el fortalecimiento del statu quo globalizado, tienen
un vencedor hechicero: la economía.
Sospecho que el populismo
impulsado por Sánchez e Iglesias se asemeja a respingos de galgo; es decir, irradia
palabrería hueca (ladridos pomposos, falsos) mientras, con estilo flemático, desganado,
calculan velozmente qué beneficios puede ofrecerles la ocasión. Conjeturo que
cuando termine su mandato tendrán resuelto el plan económico de por vida. En el
fondo, Sánchez no es populista, ni socialista, ni nada; solo un farsante
insensible, sin principios, desaprensivo, capaz de cualquier aberración con tal
de permanecer en La Moncloa. Iglesias se muestra el sosia perfecto, pero torpe,
fantasmagórico, quizás con crisis obsesivas. Ambos, en su auténtica indigencia
política, se han creído concernidos por un poder ingente, soberano, enorme. Al
fin, son tics dictatoriales internamente, pero precarios fuera ante el freno
europeo. Eso nos salva de que este par nos traiga momentos terribles, lejanos y
que conviene olvidar, incluso contra la “memoria democrática”.
Sánchez e Iglesias, cegados
de populismo intempestivo, han conseguido un reto inédito, insuperable, en
cuanto a altiva arrogancia se refiere. El primero se proclamó adalid de la
transparencia mientras ocultaba miles y miles de muertos; tal vez treinta mil.
No contento con dicho fraude, ampliando lo extravagante, aventa que —contra
todo pronóstico— a principio de otoño estará vacunado el setenta por ciento de
la población. Iglesias, por un quítame allá esas pajas, quiere expropiar a Inda
su periódico amén del deseo de blindar en la Constitución que Cataluña pueda
celebrar referéndums. Lo chorra sin competencia (así calificamos quienes nacimos
conquenses), precisó una “conjunción planetaria” de PSOE, UP y Más Madrid —con
la que está cayendo sanitaria y económicamente— para exigir que los huevos
consumidos en comedores públicos sean de gallinas libres de jaulas.
¿Recuerdan el refrán: “De
casta le viene al galgo”? Pues eso. Repasen la historia inmediata llena de aventureros
parásitos e inspiradores de impuestos confiscatorios con nutrido hartazgo social.
Empezamos a concebir la enfermedad, Monedero fue un síntoma.
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