Días atrás pude sumergirme
en el diálogo sostenido por un espía inglés que pretendía captar a otro ruso
para salvar su vida. Era una escena de la película “El topo” cuyo guionista,
John le Carré, falleció hace pocas fechas. El espía ruso prefirió una
hipotética muerte antes que pasarse al bando enemigo. Para convencerlo, el espía
inglés empleaba este argumento: “No somos tan diferentes, ambos nos dedicamos a
buscar el punto débil de los sistemas de los demás”. La esencia del mensaje no
se encuentra en esa determinación (heroica o estúpida) de dejarse ejecutar por
un prurito ideológico, tal vez ético, sino en esa equiparación mundial de las
herramientas heterodoxas, crueles, que utiliza cualquier sistema de poder para
imponerse a otro. Luego, el espía inglés pensaba que morir o ceder antes que desertar
era propio del fanatismo, fácil de vencer porque el fanático padece alguna duda
insondable; reflexión, esta última, bastante precipitada.
Pudiera ser interesante, avistado
el primer párrafo, analizar la guerra fría y los intentos por conseguir un
poder hegemónico. Sin embargo, aunque las teorías conspiranoicas reavivan hoy ambos
escenarios, creo que su análisis excedería con creces mi información, competencia
e interés general. Por este motivo, considero más provechoso quedarnos en la
realidad cercana, española, que también tiene su intriga. Es evidente que el
poder a nivel nacional, cualquier poder nativo, es ínfimo —a veces— ridículo,
grotesco. Me refiero no solo al poder político, también al social y financiero.
Aunque dicha aseveración esquiva polémicas desmañadas, algunos líderes patrios creen
que el mundo gira en torno a su ombligo, redondo según teoría pública y
publicada de Álvaro de la Iglesia cuando editó: ”Todos los ombligos son
redondos”, donde realidad y absurdo se dan la mano.
Aquella observación realizada
por el espía inglés sobre las misiones paralelas de los distintos tentáculos del
poder, se cumple tanto en el macrocosmos como en el microcosmos político. La
libertad debe su existencia, aunque parcial, a que el poder absoluto,
macrocósmico, se aprecia estrictamente en disquisiciones intrincadas, casi inaccesibles,
de sociólogos con pretensión esotérica. Ese reparto coyuntural, inestable,
permite un análisis simple ya que podemos diseccionarlo sin previa necesidad de
someterlo a ninguna práctica forense; aunque, por otra parte, la magnanimidad solo
puede apreciarse viéndolo de cuerpo presente. Cada cual debe vivir (incluso penar)
sojuzgado al poder, sea democrático —siempre menesteroso, perfectible— o
tiránico, hasta que la sociedad aprenda, se atreva sin perderse en discusiones
fratricidas e ineficaces, a exigir en él vigorosa y sosegadamente equidad, templanza,
mientras condena su fraude.
Poder es un vocablo cuyo
concepto presenta tal amplitud que permite paradojas incoherentes, enfrentadas,
cuanto a su teorización y praxis. Desde las viejas concepciones: auctoritas,
potestas e imperium —hoy ignoradas las dos primeras debido a aberraciones toleradas
e ilícitas— hemos pasado al poder
público que exige la convivencia apacible en un único Estado. Llamado
también poder social, lo define
Keith Dowding (actual politólogo australiano) como el poder legítimo que “tiene
la capacidad de un actor para cambiar las estructuras de incentivos de otros
actores con el fin de lograr resultados”. Este poder deseable, afín a la quimera,
luce escasa pureza por darle esperanza a una existencia azarosa, arbitraria y grisácea.
Gene Sharp, convencido filósofo pacifista estadounidense, aseguraba que el poder
depende de los ciudadanos. Desde el punto de vista teórico, ambas concepciones
esparcen ilusión que no es poco.
Es evidente que nosotros
vivimos en un área de poder casi insignificante dentro del entorno internacional,
pero —de un tiempo acá— con especificidades cuyas notas lo hacen turbador,
demasiado parecido a la concepción violenta recogida por Elías Canetti. Imperceptiblemente
nos canjean el progreso liberal, europeo, por fórmulas seductoras en su
envoltura y sustancia totalitaria, mísera, opresiva. Siempre sentí cierta contestación,
tal vez rechazo no exento de desprecio, por aquellos políticos que arraigan,
faltos de escrúpulos, deseos asilvestrados de corromper o enajenar principios morales
y especulativos del individuo. Nuestro país no tendría por qué ser diferente, pero
lo es; en este apartado, desde hace siglos con grave perjuicio, al menos, en la
esfera continental.
Probablemente Dowding y
Sharp, entre decenas de estudiosos, hayan alcanzado una visión certera de lo
que debe ser un poder legítimo, consentido, reparador. Asimismo, ilustran el
método, la política, para conseguirlo con la acción unitaria del pueblo que resistiría
a ser dócil, complaciente, si surgiera un lance destructivo. España, no
obstante, rehúye por tradición consuetudinaria el marco idílico descrito. Nosotros
fomentamos una sociedad inconexa, formada por bandos —cuando no banderías— que obstaculizan
la idealización de un poder aglutinador, lícito, virtuoso. Prevalece
técnicamente una democracia esperanzadora en origen, pero sin cotejo europeo, que
las dos siglas principales, PP y PSOE, la han trocado cuanto menos hedionda, vacía;
un ritual bufón, enfermizo, corrupto. En definitiva, pauta engañosa, rígida,
cadavérica.
Estamos, digo, atrincherados
en camarillas desideologizadas (al igual que las siglas respectivas) cuyo nexo asociativo
es —curiosa incongruencia— fe, dogma montaraz e insociable y sectarismo acerbo.
La otra trinchera queda marcada por diversos complejos y miedos que le desanima
a realizar acciones contundentes. Aunque dichos atributos especifiquen con
total claridad cada bando, diría que se advierten injerencias recíprocas debido
al sentido transversal que domina el marco en boga de las conmociones sociales.
Sin embargo, cada agrupación cotiza de forma diferente, al parecer, ajustando
peajes y objetivos. Aquellos, adscritos a no sé qué ley retroactiva o túnel del
tiempo, quieren borrar casi nueve décadas de Historia desdeñando cualquier
actividad que les separe de su objetivo único. Topan con dos hándicaps arduos:
Cronos que jamás retorna y Europa.
Estos, exquisitos y pusilánimes,
actúan guiados por la misma irracionalidad demostrando que las diferencias son
tan accidentales como imprecisas salvando, eso sí, matices de estilo. A la
postre, cuenta si el poder siente preocupación o no por quien conforma su
cimiento: la sociedad. El gobierno social-comunista —empeorando todos los precedentes,
algunos deplorables, calamitosos— salta a la pídola (juego infantil algo infamante)
sobre una sociedad encorvada, casi tullida. Desvergonzadamente, persigue un poder
ilimitado y, a poco, revela atracción irrefrenable por el avasallamiento tiránico.
La democracia, a la chita callando, necesita con urgencia una acción correctora
que no se advierte ni siquiera en el partido mayoritario que lo sostiene.
Preciso señalar que la alta cotización deberán pagarla los bandos infractores,
causantes.
Digna y vigorosa decisión
del CGPJ por anular tanta vileza. Aliento su poder autónomo.
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