Aunque es un vocablo
sobradamente familiar, negligencia significa descuido, falta de cuidado o de
aplicación, fallo común entre los que habitamos esta tierra agreste y, sin
embargo, reverenciada. Llevamos siglos juntos, a veces desencantados, con el
objetivo de hacer un país libre, sin muros auténticos ni imaginarios. Es más,
traspasamos el que levantó la tosquedad para llevar nuestra forma de vida a
gentes con atrasos centenarios. Que actuamos negligentemente forma parte de
nuestro acervo histórico; no obstante, los hechos épicos —o no tanto— acuñan
una media verdad justiciera que desagravia la otra media. Sí, somos negligentes,
pero nos admiraron los romanos, expulsamos a los árabes y derrotamos a
Napoleón. ¿Qué no hubiéramos hecho si, por el contrario, nuestro carácter
hubiera tenido desde la génesis raíces firmemente indomables?
Toda realidad es
sustancia, pero su esencia —aquello que distingue una de otra— viene
determinada por una marca paradójica, innata, asimismo intercambiable: cara y
cruz, bueno y perverso, vida y muerte. Los españoles, como cualquier humano,
hemos tenido luces y sombras a lo largo de nuestra historia. Quizás el
pretérito se haya escrito con más luces o, al menos, con mayor resplandor, con
más eco. No juzgo posible un desequilibrio a favor de las sombras, aunque hubo
épocas de gran oscuridad. En cualquier caso, el pasado aciago conforma un hecho
instructivo de gran magnitud porque aprendemos de los errores, casi nunca de
los aciertos. La dificultad surge cuando nos confundimos de metodología y esa
duda —disputa colectiva e indefectible por exceso de prejuicios— lleva a
colisiones que frenan la convivencia y el desarrollo.
El gobierno actual ha batido,
sin duda alguna, todos los registros conocidos sobre negligencia; también lidera
una ineptitud insólita, ociosa, y, desde luego, ninguno como él ha mostrado acciones
tan absolutamente antidemocráticas. No sería razonable que se me atribuyera acritud
o exageración porque la realidad es terca e inobjetable. Ocultaciones y medias
verdades favorecen importantes cuotas de negligencia. Si no hay dificultades
que subsanar, sobra desvelo y vigilancia. ¿Desiderátum? ¿Laxitud? ¿Ambos?
Está ocurriendo con dos cuestiones
fundamentales: la pandemia del covid-19 y el aprieto económico resultante. Diversos
informes contrastados, por tanto de imposible enmascaramiento, cifran la
segunda mitad de febrero —como fecha máxima—en que nuestro gobierno tenía
conocimiento de la gravedad del coronavirus. Sin proveer material sanitario se
facilitaron multitudinarias manifestaciones feministas, ambas actitudes
negligentes que merecieran juzgarse factor causante en millares de defunciones.
Obvio, sufrimos ocho meses de mentiras indelebles.
Negligencia e ineptitud
se aúnan al examinar el tema económico. Déficit, PIB y Deuda están ocultos o maquillados.
Al gasto laboral (ERTEs) y social (IMV) prometido, sobre todo a este último, le
han puesto tantas trabas burocráticas que lo percibirá un porcentaje mínimo para
que no se dispare el Déficit. El PIB se oculta inyectando dinero público en
puestos de trabajo no productivo, reduciendo paro en apariencia, que redundará
en aumento sideral de la Deuda. Esta y los Presupuestos, con gasto público
expansivo por exigencia de Podemos y rehala, obligará a cancelar la ayuda europea
a España y, arruinados como estamos, emergen tres soluciones: Un gobierno del PSOE
—tal vez sin Sánchez, y no digamos sin Podemos— con apoyos de PP y Ciudadanos para
recuperar lo denegado (probable), elecciones anticipadas (improbable) y
autarquía (imposible).
Pese a la gravedad de lo
dicho, el gobierno bipresidencial —en un summum inquietante— ha dado pruebas
inequívocas de guiños antidemocráticos, totalitarios. Aposentar una exministra,
afiliada al PSOE, como fiscal del Estado es un gesto poco democrático al
entenderse pieza necesaria para manejar la judicatura. Si a este primer paso
añadimos los intentos de avasallar el CGPJ, Tribunal Constitucional y Tribunal Supremo,
la postura, el disfraz, se vuelve tentativa, empeño despótico. Completan o colman
estas maquinaciones un Estado de Alarma, que durará seis meses, para constreñir
el Parlamento y su función supervisora. Con el fin de roer e incluso finiquitar
otros derechos fundamentales, se ha creado una comisión, dicen, en beneficio
del ciudadano para evitarle noticias falsas. La anormalidad surge cuando es encomienda
gubernamental y ella decide qué es cierto y qué falso. En el franquismo se
llamaba censura, ahora lo llaman comisión de la verdad. ¡Viva el eufemismo y la
farsa!
Aumenta una perceptible sensación
de que no tenemos gobierno y, a lo peor, escasean las características del
Estado de Derecho: Imperio de la Ley, división de poderes y legalidad de los
actos de los poderes públicos, derechos y libertades fundamentales, legalidad
de las actuaciones de la Administración y control judicial de las mismas. A
este respecto cabe señalar el fundamento clásico de la existencia del Estado: “El
Estado es la sociedad política normada judicialmente”. En otras palabras, “el
Estado es el todo relacional humano organizado política y judicialmente y del
cual el derecho es una parte fundamental”. Sin estos “mimbres” ni existe ni
queremos Estado porque falla su cimiento: la defensa del ciudadano como individuo
o como integrante social. Se impone, o está a punto, la excentricidad elitista,
una extravagancia totalitaria.
Oposición y ciudadanía practican
también de forma meticulosa —quizás inocente en el segundo caso— una negligencia
menos ponderada pero igualmente perjudicial. Creo que, con distinta gradación,
todos somos culpables del caos nacional. El ciudadano tiene un verdadero
problema de disciplina racional y hábito crítico para activar operativamente su
descontento. Los políticos, en cambio, deberían conformar el Estado de Derecho,
básicamente los que conforman el gobierno, y no lo hacen. Insisto, en lógica
reciprocidad, si el Estado me abandona mi obligación moral y política es desligarme
yo de él. ¿Por qué cayeron tan rápidamente ambos sistemas republicanos en
circunstancias y siglos diferentes? Aventurerismo e indignidad —observen, verbigracia,
quienes van a aprobar los PGE “generosamente” remunerados— terminan por
conjugar el rechazo mayoritario.
Como ejercicio
(recordando mis tiempos docentes), si lo tienen a bien, les propongo tres
reflexiones. Primera. Artículo 248.1 del Código Penal: “Cometen estafa los que,
con ánimo de lucro, utilizaron engaño bastante para producir error en otro,
induciéndolo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno
(últimas elecciones generales). Segunda. Palabras del rey Felipe VI: “La paz
exige el valor de actuar”. Tercera. Pensamiento de Martin Niemöller: “Primero
vinieron a buscar a los comunistas, y yo no hablé porque no era comunista. Después
vinieron por los socialistas y los sindicalistas, y yo no hablé porque no era
lo uno ni lo otro. Después vinieron por los judíos, y yo no hablé porque no era
judío. Después vinieron por mí, y para ese momento ya no quedaba nadie que
pudiera hablar por mí”.
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