No me resisto a comparar el aspecto anatómico de nuestro país
con un casino donde suelen vaciarse bolsillos disolutos con escasas
posibilidades de enmienda. Aquí, también el ciudadano -al igual que en la
imagen célebre- abandona el escenario dentro de una cuba, sin ropaje vicioso,
para ocultar sus partes púdicas. Es la conclusión, algo hiperbólica, tras haber
pasado por los diferentes soportes que adornan aquellas salas. Estos políticos que
nos gobiernan (sin tanto aditamento mágico, pero con parecido patrón), desvalijan
igualmente al individuo convertido en elemento nutritivo de ambos. Allá, la
suerte adversa; acá, abusos y tropelías constituyen ese muro perverso al que
nadie encuentra forma de franquear. Vivimos a caballo entre ludopatía y
estupidez.
“¡No va más!” -final en la toma de decisiones- conforma una
frase cuyo mensaje paraliza impulsos marcados por exaltación adictiva. Sí, es
el arma que corta de golpe la indecisión producida por disyuntivas insensibles
al azar o que quisieran serlo. Tiene una misión ortodoxa en la desiderata estricta
que acompaña a quien hace de la ruleta su sino destructor. Precisamente tal
depravación, tal aniquilamiento imprudente, abriga en dicha frase una
inesperada esperanza de victoria como suerte dispar, agorera; a priori, casi
negra. Estas y otras reflexiones análogas deben hacerse los que, una vez cae la
bola en casilla distinta a su apuesta prevista, resultan ganadores a título de
indecisos, pillados a destiempo. Ruin, pero humana compensación.
Cabría pensar si gobernantes e individuos que ostentan
parigual poder en la oposición, pronuncian asimismo esa frase fetiche cuando
advierten titubeos deslegitimadores. ¿Creen acertar paralizando toda acción
social como fórmula efectiva? No. Ni se lo plantean porque su arrogancia les
impide mostrarse cautos, modosos. El político español, ese colectivo animado
por la soberbia, jamás pronunciaría ningún mensaje que implicara inepcia o
debilidad, que supusiera dar carta de naturaleza democrática al individuo sometido
a su arbitrariedad. Al político patrio le va usurpar un dominio pleno,
absoluto, incontestable, sobre quien dice servir como fórmula magistral para
ocultar las verdaderas intenciones, la farsa tradicional.
Nosotros pintamos muy poco, nada, en la ruleta porque
carecemos de gusanillo miserable. A lo sumo, ellos juegan sin descanso a la
ruleta rusa en nuestras cabezas. No conozco a político alguno que dé descanso,
margen para recuperar el ritmo normal. Nos llevan a matacaballo, en sempiterno
ir y venir jadeante que ellos soportan dopados por un impulso especial, exclusivo.
Somos mayoría con manos atadas y mente sucia, podrida; razón suficiente para
librarnos primero de ataduras y luego de esquemas cerebrales contaminados por
auténticos versados en ingeniería social. Imagino cuán difícil debe resultar el
peregrinaje personal para despegarse ese lastre antiestético imbricado
visceralmente con años de sutil técnica. Sumemos a semejante marco una
ciudadanía asqueada, necia, indolente, y obtendremos una ecuación aterradora.
Cierto -prebostes, asesores y acólitos que deambulan cerca
del poder con bastantes lagunas de solvencia- nunca cometen el error de
dulcificar ese constante esfuerzo que piden al pueblo. “¡No va más!” exige
tácita prohibición a cualquiera que aspire a corretear por las gozosas praderas
del empleo político levantado desde hace unos decenios. Sabemos, y no nos mengua
reconocerlo, que todas las siglas sin excepción piden esfuerzo supremo para
hacer un país envidiable. Ocurre que luego, cuando llega la plusvalía, el
reparto es desigual, injusto, incluso grotesco. Entonces aparecen, en toda su
extensión, los fallos del sistema que no atesoran ninguna reacción consistente,
menos duradera. Más tarde, emergen pusilánimes desalientos e insidiosos abandonos
que justifican el juego perverso del absolutismo.
Política y paradoja, quizás infortunio programado, vencen a
cualquier proposición lógica o no, pero siempre viven ilesas, eternizadas, por
una muchedumbre estrafalaria. Llevamos años que nos van cociendo lentamente sin
profesar conciencia de ello. La fidelidad así se convierte en automatismo
inconsciente. Mienten, escamotean, abandonan su ministerio y seguimos pegados a
su palabra, a sus gestos, mientras ignoramos toda realización material. Su
personalidad, ayuna por igual de límites y de conciencia, alimenta un crédito
falso, inexistente, levantado con tortuoso histrionismo. Yerra quien piense que
la política se asienta sobre valores morales esculpidos en granito a golpe de
principios incuestionables, dignos. Pobre sociedad.
Sánchez, pese al eco mediático, a cantamañanas que venden su
dignidad glosando éxitos inexistentes, se eleva sobre falsedades que revertirán
a futuro inquietando sus propósitos. “Su verdad” se ciñe a vaivenes electorales
o prospecciones más o menos amenazadoras. Donde hace unos meses apoyaba un
gobierno plurinacional adosado a un marco dialogante, ahora anhela unidad y
soberanía plena bajo la amenaza del artículo ciento cincuenta y cinco si fuere
preciso e incluso la Ley de Seguridad Nacional. ¿Mentía antes, ahora o en ambos
casos? Yo me inclino por la última respuesta porque el presidente en funciones
es un mentiroso compulsivo y la gente, aunque tarde, probablemente ya no le
perdona su doblez.
Aunque los políticos transgreden el “¡no va más!” al profundizar
en los meandros atemporales, hay ocasiones en que partidos y judicatura rasgan
el espacio entonando el mea culpa bajo un mensaje metafórico de aquella frase
peculiar. Verbigracia. La Audiencia de Sevilla condena por abuso sexual al
empresario que fingió un beso con Teresa Rodríguez. “¡No va más!”. Otro. El
Supremo afirma que la exhumación de Franco “no vulnera la Constitución y es una
obra menor”. ¿Acaso no es competencia del Tribunal Constitucional resolver
temas sobre constitucionalidad? “¡No va más!”. Intuyo que pudiera ser una
venganza tardía, refinada, un gol magnífico, del Tribunal Supremo por la
rechifla recibida a costa de aquella pintoresca legalización de Sortu.
Con todo lo expuesto y aquello que cabría exponer del
conjunto de siglas y de actores políticos, sería aconsejable votar sin dejarse
persuadir por incendiarios discursos ni señuelos seductores. Es preciso
dejarnos dominar por el efectivo, sereno, recio y contundente “¡No va más!”.
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