Relativismo, conciencia social terciada, tal vez impulso
irreflexivo, nos acercan al concepto integral, sugerente, fructífero, pero no
siempre veraz. Ocurre con el vocablo democracia, instalado en la sociedad con fines
engañosos. Se abusa incondicionalmente de aquel famoso alegato dicho por
Churchill: “La democracia es el menos malo de los sistemas políticos”. Nada que
añadir salvo el hecho de renunciar a la mínima exigencia sobre qué democracia queremos.
Porque no todas sirven ni se ajustan al modelo primigenio gestado en Grecia -hace
siglos- y corrompido con excesivo disfrute. A veces, este sistema (encomiado hasta
la saciedad) sufre tal cambio que, como dijo Alfonso Guerra respecto a España,
no lo conoce ni la madre que lo parió. No solo padece el comercio negro,
antisocial, para convertirlo en despojos infames; también las lógicas
comparaciones con otros regímenes solos o anejos a coyunturas especiales.
Efectivamente, distintos prohombres se han situado en el polo
opuesto a Churchill. Thomas Jefferson, político republicano, sentenció: “La
democracia no es más que el gobierno de las masas, donde el cincuenta y uno por
ciento de la gente puede lanzar por la borda los derechos del otro cuarenta y
nueve por ciento”. En parecidos términos se manifestó Edmund Burke, padre del
liberalismo. Castelao, nacionalista gallego, apuntó que el pueblo solo es
soberano el día de las elecciones. Hay quienes, exaltados, excesivos, avivan el
debate rompiendo moldes. Considero poco rigurosas expresiones como la de Ruy
Barbosa, político brasileño: “La peor de las democracias es mil veces
preferible a la mejor de las dictaduras”. Sin matices porque el mensaje elimina
cualquier intento de convergencia. Dibuja un maniqueísmo a todas luces
insensato, embaucador. Sin embargo, Ayn Rand -escritor demócrata norteamericano-
sugería que una dictadura benevolente sería un mejor sistema de gobierno para
resolver las crisis. El crac de mil novecientos veintinueve condujo al nazismo y
al estalinismo.
A lo largo de los tiempos, hubo sistemas políticos diversos
en fundamento y eficacia. Al fondo de todos ellos aparece una irresistible
ambición de poder, excusada tras un chinesco biombo de servicio al individuo;
porque el poder se retroalimenta, tiene principio y fin en sí mismo. Carece de
rostro, objetivos y sentimientos; devora al hombre convirtiéndolo en
instrumento, a veces sanguinario. Ha recibido diferentes nombres: Democracia, monarquía,
aristocracia, oligarquía, teocracia, dictadura, entre otros. Un falso coro de
veleidades, donde voluntarismo reminiscente y seducción no terminan de cuajar. Allá,
al fondo, la Historia nos deja claro que solo existen aristocracia y dictadura en
sus diversos formatos o culminaciones. Es evidente que el poder ni se divide ni
se comparte; por este motivo lo ejerce una minoría, sometida al líder, o
directamente un dictador. Cualquier fórmula distinta constituye una convocatoria
perfecta, sublime, a parecida opresión.
Si nos ceñimos a esta piel de toro, seca y ceñuda, aparecen
ingentes razones que convalidan lo expuesto en el párrafo anterior. Ningún país
medianamente serio consentiría tráfico de votos para alcanzar un poder negado,
a priori, por las urnas. Aquí, se permiten trasiegos, componendas,
amancebamientos insólitos y traiciones, expiando apenas peaje alguno, sin
excesivo costo electoral. No en vano, por estos pagos afloraron la picaresca y un
Patio de Monipodio gratis et amore. Salvando las mayorías, desde el primer segundo
la Transición consintió trueques e intrigas que ahogaron toda esperanza de
conseguir una democracia homologable a aquellas que saborean naciones ricas y punteras
de Europa. Los PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España) conforman el área iletrada,
mísera, putrefacta. Todavía peor, no se observan visos de cambios sustanciales.
La puntilla definitiva viene del tándem Sánchez-Iglesias con
cuadrillas que rechinan al precepto taurino. Pedro, siente arcadas
independentistas por alimentarse de refritos caducados. Iglesias, enemigo
declarado de las democracias liberales (al punto, no existen otras), nota
mareos indigestos por tomar provisiones excesivamente patrióticas. Ambos, sin quitarse
ojo, pretenden acumular poder jugando a los bolos. Todavía es pronto -porque
ninguno se siente fuerte- para ver quién tumba a quién. Ahora se utilizan los
dos, pero enseguida divergirán sus estrategias. Pablo no quiere porque es la
única andadura que desagravia su ego insaciable. Solo, excluido, degustaría una
tenebrosa oscuridad bajo el crepúsculo sombrío de alguna televisión furtiva. El
PSOE se siente partido de gobierno, protagonista de un poder probable si
renuncia a los aspavientos sobrevenidos y lo hará.
Descuidar las formas democráticas, se dice, es incompatible
con un régimen de libertades. Llevamos cuarenta años transitando por la senda
democrática y en contadas ocasiones han sido guardadas. ¿Quiere esto decir que
apenas hemos conocido aquel sistema tan ansiado? Probablemente, pero si hubieran
sido observadas con extrema exquisitez, tampoco. Nunca una forma puede sustituir
a la sustancia y de esta sí que nos hemos sentido indigentes. Yo, al menos. No
importa que Sánchez agreda a Castellanos, a Rivera o viceversa. Las actitudes que
exhiben, más allá de síntomas, son efervescencias específicas de la enfermedad.
Por otra parte, han desfigurado la democracia efectiva convirtiéndola en
caricatura esperpéntica. Nos han construido un monumento de cartón piedra sin
nada detrás, hueco, en cuya única pared destaca con egregios caracteres el
vocablo democracia. Pura apariencia, puro embeleco.
Convienen destacar, asimismo, los esfuerzos que hacen todos
los políticos por silenciar aquellos ecos que no les son favorables. Comúnmente
se empeñan en controlar medios y periodistas, adscritos mayoritariamente a la
izquierda dogmática o progresía de prurito y cartera. Si no lo consiguen, lastran
su economía cuando no proponen leyes que castiguen semejante osadía. A tal
grado se llega que Iglesias, he leído, pide no condenar a los políticos presos
catalanes, pero sí a Inda y a Jiménez Losantos. ¿Puede aceptarse tamaño
episodio contra la libertad de expresión? Ateniéndonos al deseo de Pablo Manuel,
y algunos otros expresados con anterioridad, podemos advertir hasta donde estarían
dispuestos estos populistas si llegaran a conseguir el poder auténtico. Por
esta libertad de expresión a trompicones, no es descabellado, ni mucho menos, la
cabecera que da entrada al artículo.
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