Si bien la tradición declara
los cuarteles de invierno génesis romana, aquí -en esta piel de toro curtida al
sol- cuando llega la canícula se emprende una huida masiva a los cuarteles de
verano. Constituyen, por su clima seco, el lugar menos ingrato para (quien
pueda) pasar dos meses sin excesivo agobio. Yo, residente en Valencia, a partir
de junio reniego de ella. Reconociéndola ciudad perfecta para otoño, invierno y
primavera, los veranos son agotadores, infernales, inhumanos. Conforma, con el
resto de poblaciones marítimas, el hábitat idóneo por su climatología con la
excepción expuesta. Constituye un indicio inequívoco de que nada es totalmente
bondadoso, eterno, aunque tal ilación argumental muestre rasgos poco consistentes
a través del hecho referido.
Me gusta mi tierra.
Ubicado en la Manchuela conquense, a caballo entre Valencia y Albacete, el
pueblo que me vio nacer es simétrico en distancia a ambas provincias. Podemos
soportar cuarenta grados a pleno día, pero los amaneceres y atardeceres mitigan
el exceso y, a veces, son fríos. Goza de alrededores interesantes. Cercano
corre el río Cabriel que, en Contreras -ese puerto antaño ondulado, infinito, angustioso-
separa Cuenca y Valencia. Qué recuerdos, cuando aquellos coches mágicos
renqueaban midiendo espacio y tiempo con paciencia, con titánico esfuerzo. Tiempo
atrás, Bono y Borrell, por celos políticos, se enfrentaron a florete para
asentar su trayecto de AVE y Autovía 3.
El primero, presidente
castellano-manchego, quiso catalogar cuatro mil hectáreas como reserva para,
según él, proteger las Hoces y los Cuchillos, auténtica maravilla natural.
Borrell, a la sazón -entonces- ministro de Obras Públicas, Transportes y Medio
Ambiente, rival político y gestor, pretendía un trazado diferente y, desde
luego más barato, racional y seguro. Triunfó Bono, y hoy la A 3, a su paso por
Contreras, conlleva un suplicio de retoques. Queda por ver si algún día no ocurrirá
una catástrofe que se hubiera evitado vadeando el río por la Fonseca. Conozco
el problema de primera mano porque formaba parte de la coordinadora de
agricultores, que protestaba contra la innecesaria reserva, y pateé a fondo
aquella zona.
Digo, mi pueblo dista
cien kilómetros de Cuenca, treinta y cinco de Alarcón, doce de Iniesta y ocho
de Minglanilla. Todos ellos, ciudad y pueblos, dignos de ser visitados. Cuenca
no necesita razones concretas, pero Alarcón, Iniesta y Minglanilla, sobresalen
por relevantes restos arqueológicos e históricos los dos primeros y el último
por tener una variada y abundante riqueza minera, sal y yeso principalmente.
Menciono también, aunque es de Albacete, Alcalá del Júcar, situado a cuarenta
kilómetros escasos. Se trata de uno de los municipios pintorescos de España,
declarado Conjunto Histórico Artístico desde hace varios decenios.
Julio es el mes del
éxodo, de mi partida. Curiosamente la gente de costa va hacia el interior,
mientras estos eligen la costa. Pobrecillos, se tuestan o asan y aún les faltan
horas. Claro, la sabiduría del refrán se impone: “Sarna con gusto no pica”. Años
ha, yo hacía lo mismo; al fin y al cabo, nadie se libra de modas socorridas,
pero torpes. Aquí es donde se muestran querencias grupales, poco reflexivas. La
masa actúa por inercia, ciega, huérfana de cordura. Enseguida ocupa el asiento
propio del torrente, del agua salvaje, sin encauzar, falta de dominio, de
equilibrio. Es el reflejo fiel de nuestros propios límites humanos. Aunque no
siempre ocurra, bueno sería asumir yerros para procurar su corrección.
Este tiempo de sesteo, de
abandono, debería llevarnos al análisis. Holganza y sopor permiten lucubrar
sobre lo divino y lo humano sin solución de continuidad. Quien más, quien
menos, aprovecha para compensar el letargo lector acumulado durante meses de frenético
laboreo. La televisión reduce su horario de debates donde cada cual suele
arrimar el ascua a su sardina. Por necesidades financieras, convergen -casi
hasta la náusea- ascuas y sardinas porque toma ventaja una deontología
lucrativa, de billetera. Charlas nocturnas a la puerta de casa, acompañados de
frescor, vecinos y curiosos, rellenan, jalonan, jornadas bastante insípidas. De
suyo, impera el relax.
Sin querer, vamos cayendo
en una monotonía ahorradora: lo habitual repetitivo engendra automatismos
austeros, de bajo consumo. No es estación para comer ni para dormir, más allá
de un mínimo compensatorio. Suelo madrugar y camino casi cuatro kilómetros
hasta Consolación, un santuario de peregrinaje comarcal. Quince minutos más
abajo, mi amigo Poli -autodidacta y poeta- sobre el otero posee un olivar con vestigios
romanos. A la vuelta, desayuno, lectura o escritura ocupan mis mañanas. Después
de comer (sobre las dos y media, a pleno sol), mi hermano, vehículo en ristre,
me recoge para ir al hogar del jubilado y allí “batallamos” varias partidas de
dominó hasta acogotar la tarde. Termino con alguna película que nunca veo
completa rendido por el sueño.
Y así, al compás de la
vida, pasamos una y otra canícula con la esperanza -a veces vana- de no
derretirnos sin remedio. En ocasiones, quizás como hábito irreflexivo, vehemente,
se oye alguna que otra queja cargada de olvido desdeñoso. Nadie evoca ya aquellos
veranos inmisericordes, sin alivios tecnológicos, donde la gente se daba el
madrugón para recoger la mies en carros que denominé, años ha, de cadalso. Iniciaban
la tarde tumbados, con pantalones de pana llenos de remiendos, realizando movimientos
“girasombras” similares a otros típicos, pero al revés. Dormitaban de forma poco
ortodoxa, paliando a saltos el hambre de descanso, no exento de aspiración. Aquellos
años cincuenta del pasado siglo eran sofocantes, y no me refiero solo a la
climatología. Por ventura o desventura, como vemos, tiempos pasados y memoria
parecen disentir, completar un desacuerdo oportuno.
Abandono el inciso alusivo
y me dejo llevar de nuevo por la fecha. No digo que estemos a plena
satisfacción, pero avances increíbles nos deparan veranos mínimamente
placenteros. Sé que la conformidad no es atributo humano; sin embargo, quien
pueda hacer un ejercicio de generosa introspección considerará que se han
realizado unos progresos, en la práctica, milagrosos. Feliz bochorno y que cada
cual elija el hábitat de sus pecados.
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