Creo advertir un nuevo renacer
de sentimientos solidarios -escasos con esta vorágine- que brotan vigorosos
alentados por la lectura del epígrafe. Espíritus cuya elongación se inicia en
candidez y termina avizorando simpleza, trasladan su retentiva al inclemente
episodio de la AP-6. Algunos, muchos años atrás, soportábamos rigores naturales
hoy bastante aminorados. Hace días, miles de personas se toparon con la
imprevisión y holganza de un gobierno jactancioso e inepto.
El director general de
tráfico hizo jaque mate cuando, con saña y cinismo, culpabilizó al ciudadano,
amén de justificar puerilmente su estancia en Sevilla. Cualquier sigla hubiera
respondido con similar escarnio. El personal, triste protagonista o
emotivamente cercano, al ver las terribles escenas y las no menos estúpidas
especulaciones, quedó estupefacto. Ciertos relatos (palabra muy apropiada por
su sinonimia con cuentos, esos de Calleja), aumentaron pasiones y deseos nada
caritativos hacia prebostes afectos de arrogante inutilidad.
Durante los tiempos del
franquismo, ya olvidados si no desconocidos, soportábamos temporales que proclamaban
con largueza su nombre. Estos actuales encarnan un piadoso reverso. Sin
adelantos técnicos, tocaba luchar contra ellos equipados de imaginación,
esfuerzo y paciencia. Podríamos asegurar que Europa, excluyendo incidencias concretas,
se encuentra exenta de fenómenos atmosféricos espeluznantes.
Cierto es que exhibimos
excesivas deficiencias con escasa voluntad de mejora. Frecuentemente, las diversas
imágenes que proporciona este país -bastante vergonzosas- deberían impulsar medidas
reparadoras, serias, inflexibles. Sin embargo, solo sirven para que la
oposición, alternativamente, refiera (contra viento y marea) fallos de un
ejecutivo romo, sin proyectos para salvaguardar los intereses ciudadanos.
A veces, el bochorno deja
de ser consecuencia para convertirse en parapeto. Si no resultaran elocuentes
las declaraciones inhóspitas y los tuits impúdicos del señor Serrano, tendría
éxito su amigo ministro al enfatizar una inédita faceta de gran trabajador. Habla
como si tal aspecto fuere sustantivo con su quehacer, manteniéndolo en el
cargo. Entre tanto, Rajoy persevera un silencio cómplice, discreto para devotos
convencionales -quizás calculadores- del presidente. Nuestros políticos (enfoquemos
a quienes ostentan poder) distan mucho de acopiar el prestigio y talante que
debiera exigírseles. Al menos, tendrían que aprender de los errores para no
frustrar esperanzas capaces de impulsar viejas ilusiones con apenas arraigo.
Llevo años analizando el
devenir político-social de esta tierra, no más compleja ni contradictoria que
cualquier otra de nuestro entorno. Nos separa de él algún matiz que localiza su
origen en la profundidad de los tiempos. Constituimos una sociedad poco dada a
la reflexión. Solemos movernos a empellones propiciados por pasiones típicas de
una idiosincrasia particularmente horneada con fatalismos, desequilibrios
quijotescos, generosidad y afecto hacia el menesteroso. Semejante mezcolanza
motivó las mayorías absolutas de González y Rajoy. Ninguno desplegó virtudes
para conseguirlas; fueron fruto del despecho que aquel supo suministrar y este
sustituir por uno propio, aprensivo, efímero.
Observo síntomas claros,
significativos, del hartazgo que ocasiona la displicencia social de PP y PSOE.
Ambos priorizan artificios, promociones, calumnias recíprocas, olvidando
políticas de Estado que compensen al sufrido contribuyente. Podemos supone un
inciso vano, anodino, en el ruedo nacional. Resta una abstención rencorosa o
Ciudadanos como último refugio. Yo, más asqueado que nunca por la requisa del
Banco Popular (veremos qué oportunidad se me da para recuperar toda o parte de
mi inversión), seguiré practicando mi tradicional abstención en legítima
defensa.
Aforamientos, sueldos
inmotivados, indulgencia fiscal, junto a sabrosos privilegios, marcan
distancias enormes entre ciudadanos y políticos. Mientras unos abonan el
cuarenta por ciento de su trabajo para apuntalar esta cleptocracia, otros
derrochan todo menos talento. En épocas exuberantes, tal realidad clama al
cielo; cuando llega la crisis, acaba siendo delito de lesa patria. Han
convertido esta ansiada democracia en un estercolero. Incluso quienes denuncian
excesos de ciertas doctrinas -aplicando diferentes extremos y maneras- cultivan
una particular impostura política. Urge accionar respuestas que pongan fin al
montaje ignominioso.
Cataluña, con una
situación alarmante en sí misma, día a día pone de manifiesto la tormenta que
se cierne sobre esta piel de toro. Las elecciones de diciembre dejaron un escenario
más que preocupante. Casi media población desea saltarse el marco legal,
incluso sortear una situación ruinosa, para conseguir la ilusoria república
independiente. Al mismo tiempo, aparece un PP desarbolado, testimonial. Por su
parte, ningún partido (constitucionalista o no tanto) salvo Ciudadanos recoge
los restos del naufragio pepero. Cataluña anticipa la gran tormenta política
que aparece sobre un horizonte de tibieza, engaños, negligencias y
corrupciones. Enfrente, vislumbramos al PSOE desorientado, acéfalo, y a Podemos
pachucho, mustio, con respiración asistida.
Colectivos catalanes
responden con sagacidad a la tormenta independentista. Algo tardíamente, el resto
de España -pastueña por vocación- empieza a mostrarse activo porque confirma lo
inútil que resulta esperar soluciones fuera de sus propios esfuerzos. Empieza
percibiendo el farragoso atasco político ocasionado por la fusión de ineptitud
y codicia excesiva. El despertar catalán, infecundo en primera instancia, sirve
de cuita al soberanismo y de potente reclamo al resto del pueblo español. No
vale quedarse quieto, rumiando la impotencia proverbial. Esta sociedad indolente,
confiada, empieza a desperezarse lentamente; puede y debe cambiar su futuro.
Precisamos cautela,
voluntad y ánimos, para arrojar lastres seculares. Nadie es totalmente bueno ni
malo; sirve quien demuestre decencia. Desconfiemos solo de los populismos
tiránicos, pero hay que desenmascararlos porque, sibilinos, captan y dibujan a
capricho cualquier entorno. Asimismo, siempre tienen a mano, como aconseja
neciamente don Gregorio, un kit de salvación social. Estoy convencido de que el
futuro inmediato ofrecerá la oportunidad definitiva. Si acaso sufriéramos el
efecto malsano de esa gran tormenta, al menos habremos tomado conciencia de
ella.
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