Peliagudo es un vocablo
de uso coloquial utilizado cuando deseamos destacar las dificultades de
resolución o entendimiento. El aspecto coloquial viene definido por esta llaneza
con que se comenta la incógnita catalana. Los medios, por encima de otra coyuntura,
han hecho hincapié para que fuera tema de tertulia en todo el país. De aquí su
carácter cercano, casi familiar. Ignoro qué razones proveen esta importancia tan
generalizada. Seguramente alguien me rectificará invocando la soberanía
nacional, cuando (en el fondo) resulta un dogal al presumible desmadre
autonómico. Si no existiera el Estado Autonómico no precisaríamos esa soberanía
restauradora de aquella unidad puesta en entredicho por él.
“Dignos” padres de la
patria, gestores de nuestra conflictiva Constitución, sembraron el germen
divergente. A poco, se consolidó la quiebra educativa manteniendo común un
débil Diseño Curricular Nacional de “obligado incumplimiento”. Con estos polvos,
el adoctrinamiento constituyó alimento imprescindible para nacionalismos
ultramontanos. Ley electoral e inobservancia continuada al Tribunal
Constitucional han traído los ingredientes que ahora se mueven convulsos en la
coctelera española. Si a tanto desafuero añadimos el brebaje de la sanidad
pública, hospitalaria y farmacéutica, obtendremos el absurdo institucionalizado.
Todos, políticos y ciudadanía, conocemos al gato; pero… ¿Quién ha de ponerle el
cascabel? Aquel felino enano es ahora una pantera.
Llevamos años soportando engorrosas
licencias provenientes de ámbitos distintos y distantes. Gobierno, con adhesión
de palmeros, fechan los inicios cinco años atrás. El relato que propagan es
falaz aparte de indigno. Pura invención. PSOE y PP dieron cobertura oficial, al
menos, a un adoctrinamiento que emergió hace décadas. Todavía nadie ha
interpretado aquella famosa frase de Pujol: “Si cae el árbol también caerán las
ramas”. El fondo tiene poco de acertijo y mucho de amenaza. Los respectivos
silencios auguran presuntas complicidades, no siempre honorables ni
patrióticas. Aquellas extravagancias tipo: “Cataluña contribuye al gobierno de
España” ocultaban sutilezas que lavaban usos y abusos cuya frontera rozaba el
delito, tal vez lo superaba. Luego una tenue luz ha dejado ver la gigantesca
estafa efectuada bajo capa de un catalanismo rutilante, modélico, adictivo.
Sucesivos rituales,
escondidos en momentos de convergencia aparente, coadyuvaron a elaborar el
cóctel actual. 1-O, fecha del referéndum ilegal; 27-O, día de la DUI y
aprobación por el Senado de la aplicación del artículo ciento cincuenta y
cinco, certificaron el callejón sin salida a que llevaron las elecciones del 21-D.
Tras lo expuesto, estamos en el punto de partida. Peor. Antes faltaban datos sustanciales:
efectos económicos de una independencia latente, minoritaria y transgresora, alcances
legales, respuesta internacional; asimismo, quiebra social. En el momento
electoral se disponía de toda reseña y el resultado ha sido similar. El independentismo
sigue ostentando mayoría absoluta en escaños.
Ahora nadie debe disculparse
en el error. Los constitucionalistas, incluyendo al dudoso Comú, han obtenido
cincuenta y dos coma cinco por ciento de votos, pero el independentismo suma
setenta diputados (mayoría absoluta). ¿Qué podemos desentrañar analizando estos
resultados? Ante todo, total convicción de haberse realizado una votación
visceral. Eso sí, tan democrática como si hubiese sido reflexiva, prudente. Resulta
insólito, no obstante, que quienes pueden presidir el gobierno catalán están prófugos
o en prisión. Dicho escenario plantea un peliagudo rompecabezas político-judicial.
¿Qué ha de prevalecer,
representatividad democrática o ley? Desde mi punto de vista, siempre ley al
poseer ventaja numérica en la equidad. Veamos. Cualquier merma en alguno de los
tres poderes conlleva un deterioro democrático. Toda la sociedad no participa,
en puridad, del poder legislativo ni ejecutivo, pero sí en el judicial donde se
universaliza la igualdad. Aquí reside la supremacía del poder judicial cuando
entra en conflicto con cualquiera de los otros. El sentido común avala su fuerza
argumental; por supuesto, discutible.
Lo antedicho plantea un
importante dilema. ¿Qué ocurrirá previo o posterior a la conformación de un
nuevo gobierno en Cataluña? Sin sentencia firme quedan intactos los derechos
del individuo. Por consiguiente, tanto Puigdemont como Junqueras (junto a otros
procesados o en vías de ello), pueden encumbrarse al govern. Diferente sería si
se diesen resoluciones judiciales antes de terminarse la legislatura. Incluso podría
inhabilitarse medio gobierno o parlamento catalanes. No hablemos ya de prisión,
muy probable. Uno, cuando incumple la ley, sabe a qué consecuencia se expone. Desde
luego, no puede guarecerse en desconocimiento o presunto mandato ciudadano. Las
reivindicaciones se ultiman dentro del marco legal. Tal sugerencia sirve para
cualquier individuo.
Ese dos y medio por
ciento acaso justifique el nacimiento de Tabarnia que utiliza las mismas sutilezas
-quizás menos farisaicas- que articulan los independentistas para segregarse.
Son análogas en calificación y peso. Con parecidos argumentos podemos considerarlas
igualmente válidas o no, ajustadas o infantiles. Las disonancias son
interesadas, objetivamente insostenibles. Los dos desarrollos parecen una broma,
sin que la edad de ambos añada o reste juicios extemporáneos o caricaturescos.
Sin embargo, y más allá de apreciaciones mías -aun foráneas- al gobierno
central le crea un cóctel peliagudo. Estoy convencido de que navegará entre el
desprestigio u otra concesión a la galería. ¡Cuidado!, Ciudadanos viene dando
caña.
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