Quizás este epígrafe no
se ajuste a la concreción que pudiera colegirse de la inmediatez ofrecida por
el verbo. Llevamos siglos de indigencia. En cualquier caso, prefiero ser
magnánimo antes que riguroso. Tras advertir contradictorios sentimientos por
las imágenes que contemplamos en televisión, me siento aturdido ante el
absurdo. Viene a mi mente una frase precisa: “La vida es tan buena maestra que si
no aprendes la lección te la repite”. El día seis de octubre de mil novecientos
treinta y cuatro, Cataluña y su presidente Lluís Companys recibieron una
lección.
Ochenta años después, por
olvidar aquellas enseñanzas, está a punto de repetirse la Historia. Por aquel
entonces, con un gobierno radical de Lerroux y la CEDA, Companys proclamó la
república catalana con una arenga que empezaba: “¡Catalanes! Las fuerzas monárquicas
y fascistas que de un tiempo a esta parte pretenden traicionar a la República
han logrado su objetivo y han asaltado el poder”. Puigdemont probablemente no
cambiara una coma -salvo mención al sistema republicano- si se atreviera a declarar
la independencia de forma unilateral. Cuarenta y seis personas abrieron una
gigantesca, estúpida, lista luctuosa.
Como digo, ochenta años
después hemos cincelado un escenario similar. ¿Hay responsables? Sí, y muy
diminutos; indocumentados e ineptos. Primero, los políticos catalanes junto a
su escandalosa corrupción. Luego PSOE y PP, que permitieron todo tipo de abusos
(incluyendo el adoctrinamiento infantil) mientras eran apoyados en aquel toma y
daca ignominioso. Por último, un pueblo que perdona sus trascendentales faltas
votando sin exigir ninguna penitencia ni propósito de enmienda.
Hablemos claro. Suárez,
Felipe González y Aznar, no supieron -o no quisieron- limitar cuantas concesiones
exigían los nacionalismos, básicamente CiU, para gobernar sin trabas. Constituía
una deslealtad a la sociedad española fácilmente remediable. Solo con cambiar
la Ley Electoral se hubieran librado del tributo que menoscababa al resto. Esta
Ley que permite cincuenta y dos circunscripciones electorales es culpable, en
buena parte, del problema. PP y PSOE no quisieron cambiarla y ahora tenemos una
España hecha a la eventualidad y desiderata del nacionalismo catalán con el patrocinio
cómplice de cierto político delirante, por utilizar un epíteto caritativo y piadoso.
Hoy, todos se vuelven
garantes de la unidad nacional sin reconocer que su inacción ha sido génesis de
tanta inquietud. ¿Por qué la judicatura, las fuerzas de orden o la sociedad,
deben resolver finalmente los conflictos alumbrados por políticos cobardes e
incapaces? ¿Por qué el rey tiene que quedar desamparado, a la intemperie? ¿Qué
les impidió concebir una única circunscripción electoral para el Parlamento y
cincuenta y dos para el Senado? ¿Qué particularidad obliga a aguantar en el
Congreso, cámara nacional, a gentes que se definen con recochineo no españoles?
¿Qué democracia, en fin, estamos tolerando?
Los partidos mínimos -algunos
prescritos- y nacionalistas habían perdido peso político y capacidad de
gobierno en un país que tenía dudas de su fe y compromiso. ¿Cómo puede formar
parte de una institución española quien se siente extraño a España? Pues sucedió
sin alarma ni controversia. Si no vuelve a ocurrir es porque la aparición de
siglas ¿nacionales? en el ruedo ibérico tiene “acongojados” a los grandes.
Tanto absurdo, tanta desfachatez, nos ha llevado a un clímax, más que insólito
caricaturesco.
No cabe duda, hemos
perdido la brújula. Gobierno y oposición dejaron de utilizarla tiempo atrás. Al
presente, jueces, policía y guardia civil se ven envueltos en una vorágine que
les ha sido impuesta por holganza de los primeros. Es bueno que arrecien voces
exigiendo al “ejecutivo” que haga cumplir las leyes o, si se presiente incapaz,
permitir el adelanto electoral. La ciudadanía se está hartando de tanta tibieza,
languidez y vanagloria. No actuar degrada día a día nuestra realidad. Cualquier
interacción entre gobierno e independentismo sigue las leyes físicas: si uno se
achica el otro se agiganta en la misma medida.
Nadie puede considerarse
exento de culpa, ni siquiera Ciudadanos aunque aparente tener ideas claras; al
menos, más claras que el resto. Desde mi punto de vista, bate cualquier récord
el nuevo PDeCat matrimoniado con una desequilibrante CUP que le hace confundir discernimiento
y esquizofrenia. Jamás podré entender qué amalgama a ambas siglas tan
divergentes. Pienso que uno y otra solo tienen en común el error; ese que, por
diferentes razones, aproxima al precipicio a Cataluña. Aquel, para ocultar una
corrupción amoral, escandalosa. Esta, intenta dar un paso inmenso si viene
acompañado de caos revolucionario, devastador. Izquierda Republicana, remozada la
lección histórica, teme que su huida hacia adelante le prive saborear un
crédito que se le escapa. Vigilen, para evitarlo, a los señores Tardá y Rufián.
Por cierto, si yo fuera este último exploraría, contra cuchufletas, un nombre
artístico; en este caso, de guerra.
Aparte Puigdemont,
revestido de necio peligroso, el PSOE consigue -cum laude- el galardón a la
incoherencia. Tras una trayectoria quebrada, ora apoyando ora zahiriendo, “le
moja la oreja” (por mi tierra, antiguo dicho infantil ante un dominio
incontestable) a cualquier sigla nacional o autonómica. Podemos sigue fuera del
análisis porque su derrota hacia una izquierda radical, neurasténica, le impide
presentarse a examen democrático. Utilizan parejas fórmulas para discrepar, tal
vez convenir, al mismo tiempo. No convence un partido que rompe y pega sin
solución de continuidad: agreden y defienden, al unísono, descaradamente, a la
guardia civil.
Vemos, asimismo, inocente
culpabilidad en quienes debieran hacer tenaz y sincero acto de introspección.
Nadie se libra del papel que le correspondió representar a cada uno en esta
farsa, pronta a reventar. Dar la espalda a los acontecimientos, dejar que se
pudran, corromper diferentes pautas de convivencia, resulta repugnante. El rey,
junto a jueces y fuerzas de orden, han cumplido de forma notable su negociado.
Los demás intentan ocultar un patente enanismo transfiriendo a otros su
cobardía e ineptitud. Como expresaba el clásico: “Grande es aquel que para
brillar no necesita apagar la luz de los demás”. Ha llegado la hora de los
liliputienses.
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