Las primeras acotaciones al
gigante, coloso o ídolo, con pies de barro aparecieron en el libro de Daniel. Relata
un sueño de Nabucodonosor (rey de Babilonia) que descifró dicho profeta.
Nabucodonosor veía en sueños una estatua gigantesca cuya cabeza era de oro,
pecho y brazos de plata, vientre y caderas de bronce, piernas de hierro y pies
hechos de hierro y arcilla sin mezclar. Por efecto de una piedra sobre tan anómalos
pies, desaparecían estos y, a poco, se desintegraba toda la figura. Daniel
interpreta que después de Nabucodonosor (el oro) vendrían reinos cada vez más
débiles (plata, bronce, hierro, respectivamente) hasta llegar a lo
inconsistente (hierro y arcilla) que provocaría su ocaso. Nuestra democracia, con
enorme parecido al dato babilónico respecto a su decrepitud, se encuentra en
fase terminal, antesala del desastre definitivo en cuanto una piedra precisa
fragmente la débil base. Ahora contemplamos un horizonte colmado de ellas: problema
catalán, corrupción generalizada, disfunción ideológica, excesivos líderes
megalómanos, divergencias irreconciliables, desvanecimiento social amén de
descrédito político.
Tras décadas de dictadura
autárquica, los españoles perseguíamos un sistema democrático que prejuzgábamos
cuasi ilusorio. Sin embargo, la dificultad del cambio -de por sí
extraordinario- recayó sobre el método que obstaculizó los inicios, la
andadura. Recuerdo aquella disyuntiva beligerante entre partidarios de la
ruptura y los de la reforma. Al final se impuso el camino reformista por
juzgarlo más seguro al pilotarlo un sólido carácter armonizador, cooperativo. Asimismo,
surgirían contrapesos que desterraran cualquier enfrentamiento supuestamente
adscrito a la ruptura. Esta nueva restauración monárquica trajo como condición
sine qua non una democracia consensuada por todos los partidos políticos.
Exigencia y consentimiento fueron aires, rumbos, que gestaron el Título Octavo
de la Constitución. Igualmente, Carta Magna y Monarquía resultaron piezas
inseparables del nuevo régimen.
Una izquierda temerosa,
sin arraigo, escarnecida -junto a la derecha sin crédito, dudosa, inane- desplegó
comportamientos generosos a fuer de necesarios. Había sembrado su situación de
renuncia a medio camino entre el castigo adeudado y la asechanza abusiva. Aquella
derecha antañona -comandada por Gil Robles- no se decantó por el franquismo,
pese a una tenaz propaganda todavía viva. Mientras, el socialismo de Largo
Caballero se aferró al estalinismo totalitario en un intento suicida de ganar
la guerra. Digo suicida porque la socialdemocracia europea y anarquistas temían
a la Tercera Internacional más que al propio fascismo. Así se deduce de las
actitudes gubernamentales de Francia e Inglaterra, democráticas, respecto al
franquismo; de la purga Esquerra-Comunista al POUM e incluso de la batalla de
Madrid entre casadistas y cenetistas contra comunistas estalinistas. A la
muerte de Franco, todos limaron (a medias) malos entendidos, acercaron posturas
y contribuyeron al nacimiento de nuestra democracia; débil, deforme, pero muy
deseada.
Hubo errores de bulto
originados quizás por desazones autocensurables, apremio o inexperiencia.
Probablemente aquellos tiempos advirtieran otras secuelas durmientes,
extemporáneas. El empecinamiento de aunar democracia y monarquía permite poner
en tela de juicio la legitimidad monárquica que es la parte indefensa del constitucional
artículo uno. Si se hubiese votado por separado no cabría duda alguna sobre el
formato del sistema. Ciertamente fue el yerro menos nocivo. Lo que inspiró un
régimen inviable fue la dilapidación del Estado Autonómico. Hubiera sido
diferente descentralizar administrativamente, pero instituir diecisiete
gobiernos, doblar competencias u obstaculizarse unas a otras aumentando el
gasto público -mientras se diluye la eficacia legislativa- resulta indigesto e
inoperante. De aquí surgió este escenario ruinoso e inaceptable.
Visto con amplia
perspectiva, el triunfo socialista en mil novecientos ochenta y dos obtuvo éxitos
fabulosos y fracasos groseros, de conciencia laxa. Los socialistas conformaron
un diseño paradójico, avieso, ambiguo. De aquel: ”Otan de entrada no”, pasaron
al referéndum mercadotécnico para entrar en ella. Aceleraciones postergadas y
retrocesos inexplicables condujeron fatigosamente a modernizar un país con
siglos de atraso. No obstante, pese a abandonar aquellos caducos dogmas
marxistas (Congreso XXVIII), quedaron sueltos algunos tics antidemocráticos que
quebraron la separación de Poderes. “Montesquieu ha muerto” oficializaba el
control del poder judicial. Después vino Aznar, Zapatero y Rajoy sin que
cambiara nada. Hoy, truecan justicia por impunidad ante distintas corrupciones,
abusos de poder y desobediencia de altas instancias a la ley. Es un hecho
cotidiano, notorio e intolerable. El pueblo, sitiado, nutre tan mísero
escenario en una virtualidad tutelada por algunos medios de difusión.
Mientras, la sociedad
deserta. Abandona una defensa numantina de la democracia a cambio de dudoso
bienestar. Se afirma sin reflexión, a la correprisa, que vivimos mejor que
nunca. Nos hemos ubicado en el concierto europeo, cierto, pero estamos pagando
un peaje excesivo. Vivimos, y no todos ni mucho menos, con cierto desahogo más
allá de toda previsión futura. Ignoro quién se hará cargo de la deuda que pesa
como una losa letal e inevitable. Espera un amargo despertar. Millones de
compatriotas e inmigrantes ya están sufriendo las primeras secuelas de esta estructura
horrenda que permite necias alegrías.
Sí, llevamos cuarenta
años de democracia; la más vieja del lugar aunque adolezca de serias ausencias
e incluso magulladuras. Entre todos, políticos, medios y ciudadanos, levantamos
un ídolo anhelado, esperanzador, mas -unos por otros- nos hemos pasado de
prepotencia, puede que autoengaño debido a grosera satisfacción. Con estos
antecedentes, hemos realizado una efigie con pies de barro. ¡Lástima!
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