Pese a Weber, Foucault o
Freire, el poder no puede supeditarse a una concepción semántica tan artificiosa
como carente de sustancia. Pura especulación. Conocemos a fondo -de forma
empírica- sus efluvios que vienen determinados por los tiempos y,
concretamente, por cada especificidad coyuntural. Descubrimos dos ramas
esenciales: una temporal y otra trascendente, solapadas ambas durante siglos. Se
trata del absolutismo, con rasgos teocráticos, y del poder religioso. Quedan y aparecen
en un fluir sempiterno vestigios muy representativos: fortalezas, palacios, catedrales
y mansiones. El primero, al paso de los siglos, ha ido diversificándose,
diluyéndose, y, por tanto, perdiendo aliento. El segundo sigue inmóvil,
intacto, fresco. Deben ajustarse, en cuanto a durabilidad, a muchos
presupuestos originales. Así, lo efímero del poder temporal viene como consecuencia
de su aceptación racional, cambiante, perecedera. En contraste, el poder
religioso trasciende a Cronos por una asunción firme adscrita a la fe, poderosa
fuerza alejada de todo concierto lógico, mutable.
La historia se modela a
través de cambios en las sensaciones que encauzan la vida pública. Rendidos al despotismo
de reyes y señores feudales, surgen despacio colectivos que necesitan explorar
nuevas formas de convivencia. Aparecen banqueros, empresarios y obreros. Estos
grupos ansían protagonismo, autonomía, poder, para desarrollar una actividad
que resulte vertebral en estas dinámicas sociales, hostiles a controles o
reglas arbitrarias. Emergen vigorosas organizaciones que exigen derechos y
justas apetencias de emancipación, instrumentos necesarios para tutelar un diálogo
fructífero que permita al individuo logros impensables ayer. Se otean los
sistemas democráticos y con ellos otras perspectivas del poder. Enseguida aparece
la necesidad de interrogarse qué papel juegan estrenadas fuerzas: económica,
política, sindical, social, y cuáles las formas de articular procesos seductores,
propicios, imperecederos.
Transcurridos dos siglos
de aquella declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, todavía triunfa
una realidad que denuncia, necia, su incumplimiento general. Más aún, podríamos
decir -sin temor a pecar de exagerados o inexactos- que fueron mancillados sin
compasión en épocas recientes y lo siguen siendo, básicamente, en ese marco
despectivo denominado tercer mundo. Ciñéndonos a nuestro entorno (democracias
formales), el poder social no pasa de un eslogan para legitimar al jerarca político
ataviado de reyezuelo autoritario, con menos contrapesos y más omnipresencia.
Pese a tal convicción, me inquietan aquellos que glosan un “poder popular”. Es
la insidia histórica, sutil, difusa, de las dictaduras totalitarias. El poder
sindical constituye un apéndice momificado del poder político y que la
vanguardia pretendidamente obrera, pero liberada, evoca para hacerse perdonar su
presente subvencionado. Quien, en definitiva, goza del poder real, sin apenas
renuncias, se encuentra incrustado al capital en sus versiones financiera o
empresarial.
Juzgo los partidos
apéndices, ramas, del poder político que adecuan su gestión a intereses
particulares -tal vez partidarios- nunca a beneficio de quienes los legitiman.
Yo, no; desde luego. Pese a ese hipotético adeudo de respuesta, de gratificación
(pues viven -¡y cómo!- a expensas del ciudadano), acarrean conflictos extraordinarios
porque sus líderes llenan vastos eriales intelectivos y éticos. Al PP podemos censurarle
algunos importantes. Indolencia, corrupción, incumplimientos programáticos que
pretenden justificar mediante falacias cocinadas, perturban su legislatura. Desafecto
y ausencia de diálogo, junto al paradójico apadrinamiento mediático de un credo
populista, son estigmas que le originan costosos peajes electorales. Debe
asumir la paternidad putativa de ese monstruoso Frankenstein político
denominado Podemos.
Ahora mismo, el PSOE está
sufriendo las consecuencias letales de dos secretarios generales, de sus
yerros. Uno ocultó la propia ineptitud restaurando las dos Españas, el enconado
enfrentamiento de una derecha demonizada y una izquierda con escaso bagaje
moral. Tan inoportuna como innecesaria, la Ley de Memoria Histórica fue el
detonante definitivo. Sánchez, segundo actor, resume su contribución construyendo
una conciencia socialista ciega, radical, opuesta a la moderación que gobernó
catorce años. Esta coyuntura, procedente de una equivocada estrategia, tuvo dos
efectos perniciosos: Aferrarse, con tenaz negativa, a un sendero sin salida
benefactora y consentir una simbiosis, de igual a igual, con Podemos. El
resultado lógico fue la pérdida del voto socialista y la ganancia podemita en similar
medida.
Ciudadanos, impoluto con
matices, no estabiliza su discurso. Al menos, no lo parece y, por tanto,
confirma tal impresión. Podemos, sin desertar del carácter totalitario,
presenta dos trayectorias. Iglesias, víctima de la soberbia, lleva al partido a
un pesebre con mayor o menor aforo pero sin alcanzar el paraíso de la
gobernanza. Errejón, atinado, fructífero, sucumbirá al final del pulso y con él
la posibilidad de alcanzar ese cielo ansiado por su contrincante, lanzado in
extremis al purgatorio impío. Solo el PSOE puede ofrecerle la esperanza de asir
un poder integral. Mientras, se avizora mala fortuna para los pobres seguidores
de don Íñigo que asciende lento al cadalso. Como dice Remy de Gourmont “Los
amos del pueblo serán siempre aquellos que puedan prometerle un paraíso”.
Expresaba Kundera que “la
lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”.
Memoria objetiva, imparcial, clarificadora. Instruirnos, reflexionar, es el
punto de partida para que nuestro poder inmovilice a aquel que nos destierra,
como daba a entender Montesquieu. Nadie comparte ni regala nada de buen
proceder. Debe ganarlo la sociedad pacíficamente, sin prisas pero sin pausas,
ilegitimándolo cuando sea preciso, y ahora lo es. Que cada cual aporte cuanto
pueda al esfuerzo común. Para ello hace falta espíritu crítico y determinación
sin esquemas previos.
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