Desde un punto de vista
político, el año que se nos presenta viene cargado de innumerables sobresaltos.
Por exceso o por defecto, huelga la lectura ecuánime tras el cotejo electoral
andaluz. Todo son desaciertos conscientes; ceguera ejercitada. Algunos pueden
ahogarse de audaz satisfacción, de vanagloria. Pese al campo (marcadamente
tramposo, adiestrado) presto a falsear los datos, el bipartidismo no está
muerto ni mucho menos. Goza de excelente salud y, si uno u otro -PP o PSOE- no
cometen más torpezas en el futuro devenir, le espera larga vida. El español,
bien dogmático bien costumbrista, es un votante fiel; belicoso, visceral, pero
fiel. Quienes han lanzado las campanas al vuelo, quienes vendieron la piel
antes de cazar el oso, les cabe ser justos damnificados de su absurda
arrogancia.
Vivimos un año electoral
por excelencia. Como suelen asegurar mugidores fariseos, holgaremos la constante
fiesta democrática. Aquellos que limitan la democracia al ritual -apreciable pero
jamás sustantivo- sueñan con el apaño, la milonga, a que hemos desembocado. Tal
caterva de buscavidas debe ser sustituida por políticos que confirmen una
voluntad de servicio; asimismo, coherencia, integridad y honradez. Imagino que
la regeneración ansiada por el ciudadano, y que Joaquín Costa articuló a
principios del siglo XX, implica un cambio ético, severo, en las reglas del
juego. El estrangulamiento partidario debe dar paso al libre arbitrio soberano.
Si cualquier método añade reparos, será más legítimo y preferible el fallo (en
su doble acepción) de la muchedumbre que no el de la élite.
La masa social
evidencia un hartazgo extraordinario. Ajeno al análisis que ofrecen los resultados
obtenidos en las elecciones andaluzas, se venía observando un gran desapego hacia
la implicación política. De ahí el asombroso surgimiento de partidos angélicos.
Unos, realistas; otros, quiméricos y con encarnadura totalitaria. La confirmación
tozuda me cubre de asombro. Jamás imaginé tanto afecto por lo radical. Incluso
en el franquismo, que tanto se vitupera, la radicalidad era personificada por
cuatro viscerales. Izquierda Unida -polo opuesto, ya en la Transición- acreditó
ser sigla democrática y contenida. Su mayor éxito electoral fueron aquellos
veintiún diputados conseguidos siendo coordinador Julio Anguita. Los extremistas
de izquierda ahora votan a Podemos.
Tras las elecciones
autonómicas, Andalucía exhibe presidenta “in péctore” que se remoza a sí misma
pero con mayoría precaria. Pretendía fortalecer un gobierno “inestable”, en su
propia definición, y se ha topado con el desahucio práctico de San Telmo. Las
condiciones exigidas para conseguir una investidura decorosa la colocan entre
la espada y la pared. O descubre sus vergüenzas (quizás desvergüenzas) o abandona
en el pudridero a sus mentores Griñán y Chaves. Ella no se arredra y ventea la
irresponsabilidad de los otros. Argumenta, falsariamente, que los andaluces han
hablado y se autoproclama dueña de su voz. Si bien es cierto que goza de la minoría
mayoritaria, también lo es el hecho de haber recibido un verdadero rechazo por
tantas divergencias entre decir y obrar. Ahí se encuentra su verdadero mérito.
El resto corresponde, para bien y para mal, al partido que estructuró en
treinta años una sociedad fatalista y familiarizada con la asignación.
Analistas, correveidiles
varios y enterados de primera mano, empiezan a sembrar hipótesis bajo el yugo
de sus afinidades. En ocasión anterior mantuve que Andalucía no era un
laboratorio fiable para exportar reacciones ni productos. Sin embargo, puede
servir como indicador que refuerce métodos y estrategias. Así lo han entendido
todas las siglas a excepción del PP. UPyD tomó un camino equivocado y se
desangra tan rápido que muy probablemente estemos presenciando los últimos estertores
de su corta existencia. Rosa Díez acusa, a quienes materializaban el armazón
dirigente, de buscar soles más cálidos cuando ella, negándose al encuentro con
Ciudadanos, pretendió saborear en solitario sus rayos benefactores.
Decía que el PP sigue
encerrado, terco, en el error. Esa laxitud de la que hace gala puede hacerle torpedear
las aspiraciones autonómicas y, posteriormente, perder el gobierno central. Por el contrario, el PSOE, siempre que Pedro
Sánchez abandone axiomas marxistas y atesore textura socialdemócrata, pudiera
dar una campanada aparatosa. Debe abandonar algunos tics populistas y adoptar
una política de Estado, de pactos. Haría bien si abandona aquellas contradicciones
que alimentan dudas sobre su capacidad para protagonizar el giro copernicano
que necesita la política española. Si ambos -Mariano y él- se empeñan en
recorrer ese yermo sendero, viciado y vicioso, el ciudadano les dará la espalda
definitivamente y tomará decisiones aventuradas si no terribles. Sin duda, el
PP necesita un recambio joven, inmaculado. El futuro de España se encuentra en
las manos de Pedro Sánchez, Pablo Casado, Albert Rivera y Alberto Garzón, o
viceversa, con los matices precisos y preciosos.
Ciudadanos tiene la
oportunidad de empuñar el testigo y convertirse en la alternativa nacionalista.
Es la mejor llave en un bipartidismo recto, apto, inteligente y deseable.
Podemos entraña la quimera extemporánea de promotores y simpatizantes. Ultras,
románticos desorientados e ingenuos, constituyen la fauna que se extinguirá
paulatina y necesariamente en este hábitat, asfixiante para ellos, que supone
el mundo capitalista. Son incompatibles y el capitalismo, pese a yerros y excesos,
rebosa de fortaleza. Izquierda Unida trastabilla aturdida entre un marxismo
superado y una socialdemocracia proscrita. Prefiero su existencia a su
desaparición porque determina los atributos del último mohicano civilizado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario