Pecaría de soberbio
si este artículo escondiera la maldad de influir en el voto del ocasional
lector. Mi faceta docente a lo largo de cuarenta años, me incita a ofrecer material
para una reposada reflexión; nada más Analizando hechos y fenómenos próximos a
nosotros, podemos llegar al conocimiento y con él a la discriminación de los
diferentes extremos. Nada empaña mi conciencia, por otro lado, de cuanto valiera
añadirse sobre hipotéticos o pretendidos objetivos distintos al mencionado. Nunca
estuve adscrito a partido ni sindicato alguno; pues el impulso liberal y ecléctico
que me caracteriza hace que rechace las ruedas de molino. Las pocas veces que
voté, nunca fue por convencimiento u obediencia. Mis razones se acercaron más a
la víscera que al juicio. Cuando la sospecha de fiasco dio paso al cotejo, el
sentido común alumbró la abstención. Y en estas me encuentro. Dejo para
conciudadanos ahítos de fe o de fervor que extraigan el gobierno equivocado, al
decir de la oposición. A veces aciertan; pero siempre, frente a los gobiernos
de derechas, se “montan” reacciones callejeras que ponen en cuarentena la
soberanía popular. Si los políticos no creen en ella, ¿por qué he de hacerlo
yo?
Las
circunstancias actuales, el marco angustioso que refleja la crisis general, ha
traído -al parecer- una terna lenitiva: Vox, Ciudadanos y Podemos. Al primero,
escuálido, casi anémico, le niegan el pan y la sal en los medios. Es, por
desgracia para ella, una sigla desgajada, sosias, del PP; por tanto, enmudecida.
Como dijo el (in)noble Duguesclín: “ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi
señor”. Luego, sorpresas ulteriores pasan factura a las felonías. Ciudadanos
aumenta sus expectativas en progresión geométrica. Cada día, distintos y
variados medios ofrecen sus diales a Albert Rivera, divisando en él buen cobijo.
Su ascenso es sustancial y sostenible. Podemos disfrutaba de un trato
preferencial, reverendo, por aquellos medios que se disputan las esencias
progres. Ocupados ahora en un retiro prudente, táctico, terapéutico, quedo confundido
al constatar que Intereconomía, Mediaset (Berlusconi) y Atresmedia (Lara)
fueran los padres putativos de Podemos. Me produce un sentimiento parecido al
que me ocasionaría el nacimiento de un bebé negro cuyos padres fueran una
pareja sueca, verbigracia. Muy alejadas de mi temperamento e imaginación quedan
cuantas maniobras maquiavélicas hayan intervenido en tan esotérico proceso, y
que suelen apuntarse por determinados conductos audiovisuales.
Advierto que la
crisis generalizada, en ayuntamiento oportuno con una sagacidad artera,
propició -allá por los albores de dos mil catorce- la gestación de Podemos.
Pablo Iglesias, en estado mórula tras los primeros días de la conjunción, daba
sus primeros pasos en los púlpitos televisivos. Tras él llegaron los
blastómeros (Monedero, Errejón, etc.). Más tarde, y rotas las cadencias
temporales, aparecieron, valga la expresión, los tíos del saco (amniótico y
vitelino). Es decir, Luis Alegre, Carolina Bescansa y adláteres adscritos al
club ganador de la asamblea otoñal. Desde entonces, Echenique y Lola Sánchez
han cosechado un mutis sorprendente. ¿Depuración? Si así fuera, significaría la
prueba indiscutible de habérnoslas con una casta particular, sibilina,
extraordinaria. Como contrapartida, las virtudes de ambos dejan de ser dominio
público, pero también sus presuntas inclinaciones contra la ética social. No es
nada frustrante quedarse a cubierto -aun de forma involuntaria- de la vorágine perversa
que se mezcla con la novedad. Subsisten inmunizados para mejor ocasión.
Podemos, hasta
ahora, encarnaba las fuerzas de los ídolos precristianos. Su estrategia inicial
los llevó a la España del vaso campaniforme, del tótem benefactor. Alejados de las
lacras humanas -pese a sus evocaciones, casi invocaciones, democráticas- el
actor primigenio (al menos el auriga mediático) atesoró una fama, contrapuesta a
su encarnadura ideológica, gracias a ciertas televisiones que congeniaron con
el personaje o siguieron un guión perfectamente planificado. Sea como fuere,
Pablo Iglesias aprovechó sus dotes para labrarse un liderazgo indiscutible.
Tanto que la amenaza de abandono, si sus propuestas eran derrotadas, hizo
tambalear los codiciosos cimientos de la heterogénea comparsa. Principios y
coherencia fueron humillados por el pragmatismo pecuniario. Han construido el
camino directo al caudillaje, a conculcar derechos y entusiasmos individuales e
incluso a la tiranía. Cronos demostrará el acierto o error de alimentar tan chocante
y atípica hueste.
Basaron su
peana, el trampolín del éxito, en etiquetas muy atractivas pero tan vanas y efímeras
como pompas de jabón. “Casta”, “puertas giratorias” y “quitar a los ricos para
repartir a los pobres” prorrogan el indigente programa. Salarios básicos,
nacionalizaciones e impago de la deuda se convirtieron en acompañamiento floral
cautivador. Ahora, cristalizados en políticos al uso, abandonado el original
carácter apócrifo, asomando la patita por debajo de la puerta (aunque sea
fija), exhiben un material similar al de aquellos que tanto vapulearon. Más
aun, dejan entrever una conducta fanática, ciega, agresiva, con quienes piensan
diferente. Provocan la ruina económica mientras intentan la sumisión del
individuo. No pueden negar su pasado y presente universitario, su pertenencia a
la casta académica y su actitud belicosa, antidemocrática e intransigente.
Quisieran borrar del currículum su proximidad doctrinal y estratégica al
marxismo venezolano, así como su pretérito asesoramiento a la arbitrariedad
chavista. A fuer de bien remunerados, constituye una terrible e imborrable
nota. Pobres. Deben prescindir de su pulcritud para zambullirse en la
inmundicia.
Cuando un lobo
quiere revestirse de cordero se queda en campo de nadie, a tiro de todos.
Podemos baja en las encuestas porque los lobos van perdiendo su rastro,
irreconocible debido a los cambios. Los corderos, más numerosos, ahora que lo
tienen cercano pueden examinarlo mejor. Aprecian unas fauces poco tranquilizadoras
y le huyen. Al final, los revestidos constituirán un grupúsculo que quiso medrar
abandonando su hábitat familiar, verdadero. Quedarán reducidos a un instante antojadizo
de la Historia que se burla de quienes confunden neciamente ética y altanería,
democracia y populismo, prójimo y siervo. La casta, como el poder, no se
retroalimenta, ni tiene celebrantes. Existen porque el individuo, la multitud,
lo transige; jamás por propia postulación o surgimiento.
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