Salvando el epígrafe,
no hay ningún nexo entre la obra del genial autor (Jacinto Benavente) y este
texto que desarrollo a renglón seguido, nunca mejor dicho. Si bien es cierto
que ambos dibujan escenarios dramáticos, una fabula la vida mientras otro la
palpa. En efecto, don Jacinto plantea una supuesta porfía de sentimientos que
parecen divergir; aunque el destino, la propia periferia, su condición humana,
lo impidan. El relato queda postergado por la realidad presente. Sojuzga,
incluso, al esfuerzo masivo pero indigente del individuo de a pie. Cual sueño
de Nabucodonosor, somos gigantes con pies de barro. Pese a la soberanía que
ladinamente se nos atribuye, constituimos una excusa perfecta. En esencia es el
timo del toco-mocho.
Estos días nos incitan
al homenaje. Llevan treinta y seis años haciéndolo; pero ahora parece notarse -debiera
al menos- cierto hedor e impostura cuando no una abierta infamia. Siempre hay prohombres
que mantienen los pies dentro del tiesto. Supone el peaje normal, un garbanzo
negro más que se cuela en cualquier cocido. Hasta resultaba ameno preverlo con
anterioridad y juzgarlo posteriormente. Constituye un ejercicio de
esparcimiento familiar, asimismo social. Me refiero a la Constitución española;
esa joven de enigmática naturaleza que ha traído consigo largo periodo de paz y
prosperidad, junto a etapas en que surgieron alarmantes zozobras. Desde su
deseado nacimiento, cada cual realizó loas o menosprecio a aquel cuerpo
diseñado bajo la égida del consenso; al presente desacreditado, puesto en solfa.
A lo largo de casi
cuatro decenios, aguanta oscuros vaivenes provocados por individuos con
vocación maquiavélica o sectores
inquietos e inquietantes. Cómo olvidar el aprieto, la zancadilla, que le puso
un PSOE montaraz, todavía desperezándose de su radicalismo belicoso pese al escamoteo
marxista en septiembre de 1979. La expropiación de Rumasa objetó el reglamento constitucional.
Trajo, además de la disfunción del Alto Tribunal, la descarnadura efectiva de
nuestro soporte legal. Cierto que concurrieron unas circunstancias especiales, pero
la verdad consumó un atraco político-financiero. Cómo ignorar aquella frase
atribuida a Alfonso Guerra: “Montesquieu ha muerto”. Configura la sibilina
metáfora que menoscababa aún más una Constitución que, poco a poco, abandonaba
la color, en sutil lirismo clásico. Consumida por presuntas razones de Estado,
se ha visto vejada de tiempo en tiempo por diferentes poderes, instituciones y
siglas. Algunos airean su desamor fingiendo balbucir un vade retro apenas audible.
Son oportunistas que comienzan su falso “evangelio” con frases que llevan
incrustada la coletilla: “los demócratas” para obtener carta de naturaleza, cubrir
el ego insidioso y disfrazar su herejía.
Esta joven denostada conforma
un pedestal amplio, generoso, sobre el que legitiman su asiento la caterva de
estafadores que dicen servirnos. Vanos sirvientes e indignos señores. Por este
motivo le rinden una tímida -quizás zalamera- ofrenda que, cual fariseos,
extienden al pueblo para que goce virtualmente las mieles de su soberanía. Qué
vergüenza, si la tuvieran, y qué indignidad. No solo a la sociedad, también al
máximo ordenamiento. ¿Cómo puede ofrecerse impoluta al ciudadano una
Constitución permanentemente obviada, maltratada? Solo un cínico ejemplar,
paradigmático, puede plantearse tal atrevimiento.
La Constitución no
gusta, cada vez menos. Es un sentimiento común de quienes se apoltronan. Visten
su repulsa de vetustez, de incapacidad. A la derecha le parece demasiado rígida
con los fuertes y flexible en exceso con los débiles. El PSOE pretende que defina
un Estado putativo para ahijar diferentes naciones con conductas lascivas,
confesas de asimetría libidinosa. Los nacionalismos independentistas no la
quieren de ninguna manera, ni siquiera tras diversas sesiones de cirugía
plástica. Claman un desaire lunático e insano. UPyD, Ciudadanos, Vox, junto a
otras siglas con poca prestancia, la estiman y respetan; ignoro si por
atractivo o por pleitesía a las canas. Sea cual sea el motivo, me atrae la
segunda opción. Podemos está lejos del matiz y de la reforma profunda. Anhela
su extinción porque ella es el mejor signo de la democracia; una barrera jurídica, un obstáculo para asaltar
ese cielo alucinante, para conseguir “su solución última”.
Transcurren fechas de
cumpleaños. Las Cámaras -Parlamento y Senado- se abren al pueblo en un paripé relamido
e ineludible, una invitación mecánica, una especie de penitencia condonante. Al
fin, una impostura a que obliga la concepción democrática para acallar
conciencias desalmadas. Consideran privilegio extraordinario lo que debiera ser
práctica permanente; ensalzan los gestos simbólicos para omitir la esencia
constitutiva. Usurpan un patrimonio sin derecho; un bien del ciudadano, su
legítimo dueño y administrador. Por esto no debemos consentir reformas
estructurales y profundas. Exijamos, en todo caso, un cumplimiento exquisito de
su articulado, punto que ninguna institución cumplió a pesar del juramento o
promesa en tal sentido. Demasiado parásito lampedusiano puebla nuestro solar
patrio.
Sospecho que nosotros -la
sociedad, quienes sufragan el Estado- seguimos prefiriéndola como al principio,
incluso ajada y con arrugas. Nacimos con ella a la democracia y nos hemos
acostumbrado a sus males. Dudamos, mejor dicho conocemos a los políticos que
quieren cambiarla. No nos satisfacen. Ellos sí han de renovarse porque son máximos
responsables de la crisis que padecemos en todos los órdenes. Retocar la
Constitución es el último remedo para dejar una misma realidad. Evitémoslo. Ellos
acarrean los conflictos, no la malquerida.
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