Un sistema físico se
encuentra en equilibrio, es imperecedero, cuando las fuerzas concurrentes a las
que se ve sometido originan una resultante de magnitud cero. Carecen de
sentimientos y cualidades. A la sazón, los sistemas humanos vienen determinados
(aparte leyes comunes, planetarias) por ímpetus subjetivos, morales,
inconmensurables. Este marco origina una complejidad desestimada. Los primeros sugieren
un orden caótico, inmutable. Aquellos que atañen a las sociedades, sea cualquiera
su naturaleza, sufren afectos o aversiones según qué intereses rijan. Un
sistema justo debe mantener equidistancias entre beneficios y quebrantos; no
debiera priorizar ni distinguir a unos individuos sobre otros. Así se
establecería cierta escrupulosidad, no exenta de alarma, para intrigantes con voluntad
de quebrantar el statu quo.
Pese a Rousseau, el
hombre carece de bondad. Es un animal que pelea, sin restricciones, impelido
por su instinto vital. El carácter racional le permite asumir algunos límites,
quizás debido al prejuicio y no a la convicción. Sin embargo, pervivencia y fatalidad
son caras del mismo azar. El ser ha de aceptar lo arbitrario de cualquier desenlace.
Más si se ajusta al código natural; aquel que se adhiere a la persona de forma
indeleble y expedita de coyunturas temporales e ideológicas. Conforma un
destino hecho de riesgo y grandes dosis de entereza. Porque ser incorrupto
consiste en saber discriminar el bien del mal con rectitud, huyendo de
privilegios, verificando recompensas y condenas. Quien pretende canonjías pierde
todo atributo noble para atiborrarse de oprobio y mezquindad.
Decía Tocqueville: “Habría
amado la libertad, creo yo, en cualquier época, pero en los tiempos en que vivimos
me siento inclinado a adorarla”. Presiento que, ahora mismo, muchos
conciudadanos comulgan con tan rotunda frase. La democracia favorece el
individualismo, por tanto salvaguarda los derechos y libertades del hombre. En
puridad, solo el liberalismo -sus bases doctrinales- pueden garantizarlos. Por
tanto democracia implica liberalismo y viceversa. Engrandece al individuo hasta
permitirle recelar de su validez como sistema eficaz de convivencia social, sin
declararle enemigo o traidor a la causa. Otras doctrinas populistas, donde el sujeto
queda supeditado al clan, fomentan -al menos- el rechazo o la prisión de
aquellos que osan discrepar del pensamiento único. Gentes protegidas por la
inmunidad del sistema hostigan con violencia a nuestra democracia
(desnaturalizada, putrefacta, sucia). Perciben que su felonía no penará, que
será tasada con indulgencia. Si la victoria favoreciera a los radicales, sus censores
sufrirían, cuanto menos, desprecio y acoso. El resto ahogo.
Quien participa del
juego político, quien aventura su apoyo a determinadas siglas que agreden -presunta
e históricamente- la convivencia pacífica, debieran asumir los efectos de su
yerro. Aquí y ahora nos encontramos en un instante clave. PSOE, PP, IU, UPyD,
Ciudadanos y Vox concurren como siglas democráticas. Su crédito, en algunas,
viene avalado por años de ejecutoria. Podemos, aparte embozo y máscara, dispensa
muchos tics incontestables, demasiados. Sus líderes más representativos, frente
a continuas alusiones, exteriorizan gestos, palabras y hechos que la Historia
catalogaría de tiránicos. Empresarios, jueces, comunicadores y personajes
(personajillos) populares empiezan a sembrar méritos para ocupar un lugar de
salida ventajoso, en la hipotética probabilidad de que alcanzaran el poder. Me
pregunto qué recompensa espera a quienes reivindican una reforma quirúrgica frente
a la ruptura. De momento, pocos medios se alinean con UPyD, Ciudadanos o Vox.
Esta realidad orienta el voto, sin escapatoria, al bipartidismo o a Podemos en peligroso
reclamo a la estampida por acotación excesiva del panorama.
“El cielo no se toma
por consenso sino por asalto” alberga un método más que una imagen, señala una actitud
más que un eslogan, entraña un arrebato agresivo más que la explosión ilusa de
un deseo. Adjunta una amenaza encubierta, el aviso iracundo del que salva dificultades
u obstáculos sin tasar medios para conseguir los fines propuestos. Sabemos que el
sistema democrático, aun putrefacto, indulta a quien lo traiciona o desampara. Por
este motivo, debido a tan clamorosa impunidad, resulta fructífera y nada lesiva
la cooperación al cambio de régimen. Ponen en tremendo riesgo las libertades
individuales, el sosiego, asimismo la paz, a cambio de recibir prebendas del
nuevo sistema que ellos perciben desde su miserable sexto sentido. Además de
inmoral, es injusto, punible.
Cierto que padecemos un
régimen carcomido, corrupto, enmarañado. Es indiscutible que estamos alejados
de una democracia auténtica; que urge un cambio de líderes, una limpieza a
fondo de la casta, una operación quirúrgica que taje el tejido enfermo, que se
aprecia abundante. Hay que renovar personas y modos en el PSOE, PP e IU. Contener
el nacionalismo radical -excluyente e independentista- y racionalizar la Administración
autonómica supone la segunda prioridad. Lo que no debemos consentir bajo ningún
concepto es la desaparición de un sistema que ha traído el mayor periodo de paz
y ha transformado España de forma inequívoca. Quienes arremetan contra él,
aquellos que codicien su erradicación, conjuran un golpe de Estado.
Reitero, las personas
que aceptan el juego político deben asumir altas responsabilidades. No puede ponerse
en peligro una sociedad impunemente, de balde. Decía Hilaire Belloc que “el efecto
de la doctrina socialista sobre la sociedad capitalista consiste en producir
una tercera cosa diferente a cualquiera de sus dos progenitores: el Estado de
siervos”. Resultaría equitativo, por tanto, que quien lo propugne y favorezca reciba
la repulsa -el castigo- de una sociedad libre. Un sistema democrático riguroso,
con principios, debe pronunciarse en relación tanto a seguidores cuanto a disidentes.
Mientras, y a la espera
de acontecimientos, meditemos con atención las palabras que Hayek dejó escritas
en su Camino de Servidumbre: “Solo si reconocemos a tiempo el peligro podemos
tener la esperanza de conjurarlo”.
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