No hace mucho apareció -en determinado
medio escrito- un interesante artículo de Guadalupe Jover sobre la retrógrada
(desde su punto de vista) Ley Wert. Centra su comentario en los aspectos
epistemológico, social y político alternando tópicos, que considera incontestables,
dando al escrito un carácter maniqueo, probable fuente del único desatino.
Aplica a Norberto Bobbio, se escuda en
él: “La izquierda tiende a subrayar lo que de semejantes tenemos para
comprometerse en la eliminación de las desigualdades sociales. La derecha, por
el contrario, parte de la convicción de que la mayor parte de las desigualdades
son naturales y que, por tanto, no pueden eliminarse”. Constituye una sinrazón
restringir las bondades o maldades de una ley sometiéndola a juicios de valor
que prejuzgan aspiraciones e intereses. Se pierde perspectiva, objetividad y,
con ellas, argumentos rigurosos. Luego se deshace en loas al construccionismo y
a la escuela comprensiva como enfoques sin tara ni lastre. Sin embargo la LOGSE
(paradigma de ambos), a la que respalda tácitamente, atrae sobre sí los magros resultados de los
sucesivos informes PISA.
La Ley Wert (obsérvese la diferencia
entre LOCE y LOMCE) no suma novedad alguna, salvo esa M de mejora. Se parece
demasiado a aquella promovida en las postrimerías del gobierno Aznar y que hizo
desaparecer -sin ensayo- el resentimiento de Zapatero. Añade una carga
político-lingüística impropia con la pretensión de recoger el agua rebasada,
por la inoperancia de PSOE y PP, desde los años ochenta. Desde luego, no pasará
a los anales de la Historia como una ley sobria a fin de enmendar la enseñanza;
menos, afianzar objetivos que consigan salvar, a priori, el marasmo económico,
social e institucional en que nos encontramos.
Para el progresismo, alega la señora
Jover, es prioritario (en frase de Cofrancesco) “liberar a sus semejantes de
las cadenas que les han sido impuestas por los privilegios de raza, casta, etc.
A la palabra tradición se opone emancipación”. Los principios son todos
estimables, valiosos, pero cuando salen del “laboratorio” chocan con la
realidad y se desvanecen. Asimismo, el pensamiento “las palabras convencen, los
ejemplos arrastran” ponen a cada uno en el lugar que le corresponde. Al final, debieran
considerarse magnitudes receptoras, mensurables, únicamente las acciones; nunca
la retórica.
Debemos abandonar toda esperanza de que
el progresismo, concepto tan etéreo como insolvente, pueda armonizar los grupos
sociales en un gobierno efectivo. Si esto fuera posible, el anarquismo abandonaría
su entraña utópica para convertirse en columna de convivencia. Sin embargo,
toda sociedad se constituye en Estado. Sólo a él corresponde, y se considera
necesario, el uso legal de la fuerza con objeto de salvaguardar derechos e
intereses justos. A tal escenario nos lleva la experiencia, esa que el
construccionismo asegura ser la idónea para alcanzar el conocimiento.
Más allá de estilos o talantes, el
individuo es sujeto de justicia. La justicia es la idea que cada civilización
tiene acerca de las normas jurídicas, con fundamento cultural o formal. No
obstante, a veces, leyes y justicia divergen de manera clara sin sobrevenir
regímenes dictatoriales o ayunos de legalidad. Cuando la norma presenta textura
demasiado general, la justicia queda encorsetada a menudo. El juez personifica
entonces cualquier acción que termina por alumbrar, un poco a sus expensas, tan
huidiza probidad. Los legisladores han de preocuparse, con extraordinaria
pulcritud, para que la justicia no penda de una sutileza azarosa, aun subjetiva.
Equidad es sinónimo de justicia. Disienten
en que esta tiene un fundamento jurídico positivo mientras aquella se basa en
el derecho natural. La equidad propende a dejarse llevar por la conciencia o el
deber más que por la jurisprudencia. Podemos entenderla como disposición de
ánimo que mueve a dar a cada uno lo que merece. En este sentido enlaza con el
precepto jurídico de Ulpiano que obliga “a dar cada uno lo suyo”.
La igualdad no procede del campo
legislativo sino del elemento humano. Es este principio, y no al revés, quien
empieza articulando cualquier Carta Magna nacional o basamento normativo. A su
pesar, en multitud de ocasiones, tal extremo queda burlado o, quizás peor, se
ahueca su espíritu quedando, al final, un grato despliegue teórico sin
intención de llevarlo a la práctica. Se asemeja a aquellas propuestas que
quedan deslavazadas fuera del signo o del sonido; un eslogan cuya apetencia es
ganar adeptos a cualquier precio.
Lejos de mí descabalgar del ámbito
educativo -aunque no lo considere adecuado en sentido estricto- la conquista de
valores sociales o proscribir el discernimiento de aquellos que nos vienen dados
como humanos, especialmente los que intitulan estos renglones. No comparto el
uso de tópicos subjetivos, discutibles, para argumentar presuntos vicios (sin
duda los tiene) de una Ley educativa que todavía puede soportar cambios
significativos o matizados. Detesto, a la par, maniqueísmos perturbadores e
inquisitoriales. Creo que realizan un flaco papel a la sociedad y a la democracia.
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