La crisis generalizada que pena España
tiene su entronque en factores dispares, tanto cronológicos cuanto humanos. Los
primeros presentan una naturaleza azarosa e invariable, por tanto de imposible
previsión o regule. Tiene ventaja sobre los desastres naturales en que
aquellos, a veces, se muestran benignos. El hombre, al igual que los
cataclismos, cuando actúa socialmente atrae el caos. Es un designio maldito
difícil de conjugar, menos cerrando sentidos y emociones al esfuerzo común.
Diluir ánimos, asimismo contraponer energías, permite a las sombras adueñarse
del entorno, acarrear el infortunio.
Soy consciente de lo injusto que
supondría condensar toda responsabilidad en un grupo o colectivo. El éxito, quizás
la ruina, es tan complejo que exige la contribución de múltiples asientos. Parece
absurdo, por tanto, vertebrar la crisis (ese déficit multifacético) en los
políticos, financieros, sindicatos, medios, etc. Estos deben asumir un alto
porcentaje de culpa porque en las democracias representativas, curioso
eufemismo paradójico, las instituciones mencionadas ostentan un papel especial,
alejado del que le permiten al pueblo llano. No por ello, sin embargo, a este se
le exonera de culpa en mayor o menor grado, sobre todo por negligencia. Desdeñemos
descargar reproches exclusivos a ningún combinado aunque se constate la torpeza,
codicia o entrega que manifiestan algunos.
George Mason, en el siglo XVIII,
planteó: “La libertad de prensa es uno de los grandes baluartes de la libertad
y no puede ser restringida nada más que por gobiernos despóticos”. A la vez,
Edmund Burke puso los cimientos al llamado cuarto poder referido a los medios
de comunicación. El auxilio al triunfo del Nuevo Régimen resulta indiscutible
por su papel fundamental a la hora de divulgar doctrinas capitales para el
desarrollo de la Revolución Francesa. Con el tiempo, este poder equilibrador se
ha ido consolidando en las democracias asentadas. EEUU es, sin duda, el
paradigma del contrapeso que los medios ejercen en cualquier ámbito de la vida
pública. Consiguen instituir o derribar gobiernos sin que nadie obstaculice su desempeño.
Configura la prueba que certifica crédito y autoridad.
Aquí hay una clara diferencia entre la
prensa de los años setenta -incluso ochenta- y el momento actual. Antaño,
surgió un grupo de comunicadores íntegros, idealistas, incorruptibles, que
caminaban en línea recta sin que permitieran la señalización del camino con
migas de pan u objetos más atractivos. Hoy, salvando honrosas excepciones, han trocado
ideales y laureles éticos por agasajos materiales, por ubicarse cercanos a la
tarima que instala el poder al que sirven sumisos; a veces para recibir una
palmada en la espalda.
Enterrado Montesquieu por obra y gracia
de un “demócrata paradigmático”, sin que otros (con diferente estilo)
habilitaran su retorno, a los españoles nos quedaba, como postrera alternativa,
unos medios linderos a aquellos de la transición. Serían nuestra voz; más aún,
nuestra conciencia. Exigirían al poder, a sus vertientes, limpieza,
transparencia y ejemplo. Pusimos empeño en vez de fe, adivinando quizás, lo que
se avecinaba. Resulta casi inhumano, a fuer de humano, comprobar la indigencia
en que nos encontramos, a expensas de qué réditos ocultos y del juicio acrítico
que domina la escena (confusa a su vez) por el nocivo efecto de quien reniega a
cumplir lo ofrendado.
Vemos con qué desparpajo -no excluyo
ideologías- se empecinan en la salvaguarda de sus ídolos contra toda lógica,
justicia e interés común. No importa bordear sinrazones, falacias (incluso
adentrarse en la calumnia si fuere necesario), para argüir argumentos
impensables, de difícil digestión con otros aderezos. A resultas de tales
martingalas el individuo está perdido, errante; confunde hasta su existencia.
Los demonios nacionales, la fatalidad de
la crisis, forman una compleja mezcolanza. En ella, agazapados, desapercibidos,
pululan inquietos comentaristas que recorren medios audiovisuales maleando la
conciencia social a lomos del fraude o la infamia.
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