Frustrado mi firme propósito de presenciar al completo
el debate anual sobre el Estado de la Nación (ni siquiera me retuvieron las dúplicas),
plasmo en estos renglones una opinión -seguramente mutilada por tal
circunstancia- que pretende ser objetiva como factor medular. El discurso del
presidente, monótono, reiterativo, magnánimo, se construyó sobre tres columnas
barrocas; es decir, con escasa solidez pero vitales a la hora de apuntalar
reseñas con aspiraciones llamativas. Reformas, consolidación fiscal y cohesión
social eran los falsos pilares que sabiamente retorcidos, entorchados, debían
conseguir un efecto hipnótico, halagüeño, en el televidente poco riguroso.
Siguió, terco, un itinerario repetido. Centró toda su retórica en salir
indemne, exento, irresponsable, de la angustiosa situación actual. Los
insensibles a cánticos de sirena, mi caso, debieron quedar insatisfechos si no
asqueados. La respuesta lógica aconsejaba abandonar el hemiciclo virtual. En
última instancia, apagar la tele.
Al sesteo (una putada para sus señorías, con perdón
por lo de... putada), Rajoy consumió casi cuarenta minutos. Expuso un
catastrófico manejo del gobierno en materia exclusivamente económica. Sin que
le faltara acierto en esa visión monotemática, me pareció asistir una vez más
al delirante y vano, a la par que sordo, "cada loco con su tema".
Ninguna referencia que afectara al festín autonómico; lejos de someter a juicio
el sistema electoral, gravoso para los partidos nacionales minoritarios, o
pasar sobre ascuas (mejor ni eso) en temas fundamentales como la regeneración
democrática y clausura de la indecencia generalizada. Perdió una magnífica
oportunidad; mas, doctores tiene la iglesia. El resto de partidos, huido ya del
debate, sospecho cumplirían lo rutinario. Los nacionalistas exaltando su cargo
a la gobernabilidad de España, al tiempo que simulan fobias y egoísmos
ilimitados. Izquierda Unida baila el agua. Unión Progreso y Democracia
constante en su castigo certero. En fin, lo de siempre; sorbos y tragos para
cegar al personal.
Podría anularse tan artero ritual de la agenda
parlamentaria al menos por dos razones básicas. En primer lugar, porque su
etiqueta (Estado de la Nación) no se ajusta un ápice al contenido artificioso
que ambas siglas mayoritarias apetecen ciegamente. Consumen energías e ideas,
parcas estas, para ganar el torneo en que han convertido ese espacio anual que
debiera ofrecer un colofón solemne y eficiente. Intuyo les interesa satisfacer
el absurdo prurito personal antes que dar respuesta a las inquietudes
colectivas. El segundo motivo brota del anterior: si no hay diagnóstico, se
descontextualizan los problemas y, por consiguiente, se diluyen las soluciones.
Pura exhibición de florete dialéctico.
Los primeros espadas mostraron un discurso perimetral.
Uno empeñado en proclamar el camino virtuoso que lleva transitando siete años.
El otro no le reconoce acierto alguno. Se reproduce con exactitud la melodía
primigenia, sin advertir ningún retoque en el escenario ni en las partituras.
Nada mollar. Un intenso eco pleno de monotonía e insatisfacción cala al
auditorio, día a día más incrédulo. Les falta valor, quizás aliento o fe, para
volcar sus desvelos en corregir el rumbo desastroso que ha tomado España.
Podemos inferir que existe un pacto tácito para soslayar algunas porfías
vertebrales en la viabilidad del propio Estado. ¿Acaso no consideran
imprescindibles reformar la Ley Electoral, la normativa judicial y los
criterios de competencia autonómica? Nos va en ello la esencia democrática y la
existencia del país.
Las resoluciones finales (su aprobación) no desvelaron
nada nuevo bajo el sol. Un gobierno débil, siempre presto con el humeante plato
de lentejas. Una mayoritaria oposición alejada del BOE; peor aún, de la
Hacienda pública y a quien hacen ascos por temor al "terrible" contagio.
Por fin, unos nacionalismos ávidos, infinitamente voraces; cuyas actitudes
hacia el PP evidencian (aparte déficits democráticos) complejos soterrados, así
como cierta orfandad ideológica, permutada por el pragmatismo pecuniario.
Desconozco qué dictamen mereció al amable lector el
contenido del postrero debate de la legislatura. Lo reseñable en aquello que
escuché, desde mi humilde apreciación, fueron las artificiales, forzadas y
competidoras salvas de aplausos.
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